Atenea, voy a contarte la historia de nuestro barrio. La pará, situada a las afueras del Valle, siempre
ha tenido un tinte anacrónico con respecto a la dinámica fijada por los telediarios. Sus primeros
vecinos se convirtieron pronto en Los santos inocentes que caen en las garras de los buitres
carroñeros. Sin pretender romantizar la pobreza, deseo ser por un momento ese cronista que observa
cómo la fisionomía de un barrio influye en el carácter de su gente. Los miembros de mi pandilla de
antaño, la del “fin de la peseta”, tuvimos la suerte de tener la conciencia de que "había un amigo en
nosotros".
Con este sentir caminábamos descalzos por las calles sin asfaltar, otorgándonos el tacto
con las piedras valentía para afrontar el mañana. Fuimos, en el buen sentido de la palabra, salvajes
habitando cabañas construidas con nuestro sudor en la Garganta, nuestro verdadero Atlantis. Un
paraíso infantil que, por desgracia, yace en nuestros días enterrado casi al completo por los
escombros del incivismo.
Si en casa surgía algún imprevisto, ahí estaban los vecinos para ofrecernos un plato de comida en
sus mesas. Los mensajes de voz de la banda a la que pertenecí se basaban en llamar a gritos a los
colegas para jugar al fútbol en una cancha improvisada. Era fácil camuflar mi timidez cuando
íbamos en grupo. Me sentía seguro gracias a estar rodeado de la fidelidad, pues todos sabíamos que
establecer un vínculo comunitario conllevaba “una gran responsabilidad”. Recuerdo que en el
diccionario de lo cotidiano, en lugar de la “productividad” imperante, sobresalían conceptos como
“compartir”, “abrazo” o “solidario”. También diferenciábamos “buscavida” de “ladrón” y, sin la
necesidad de crear un lenguaje inclusivo, defendíamos a nuestra manera la igualdad material de
todos los vecinos.
Soy afortunado, Atenea, por haber llenado mi memoria de una multitud de recuerdos colectivos.
Durante “aquellos días azules” era el zaguán una prolongación de la calle, y no al revés. Puedo
visualizar cómo con cruces de madera perdida, palés y jaramagos fabricábamos nuestros propios
pasos de Semana Santa. Incluso percibo bajo la niebla de los años los villancicos y buñuelos con las
que festejábamos las antiguas navidades. Y cómo no íbamos a ser soñadores, si sabíamos que ir
desde Marte a Plutón solo era dar una vuelta a la manzana. Nuestra humildad radicaba en el hecho
de que para nosotros la Tierra tan sólo era una calle diminuta con respecto al universo que formaba
la nomenclatura del barrio. Sí, para el resto de vallenses éramos extraterretres, pero unos
extraterrestres envidiables. Cada vecino, lejos de renunciar al estigma paranormal, fue descubriendo
poco a poco Las Ventajas de ser un marginado.
Durante algunos años, perseguí sueños grandilocuentes, ignorando que la piedra filosofal de la vida
se compone de escenas aparentemente sencillas. Con muchas de ellas me vuelvo a reencontrar al
cerrar los ojos; a veces, vuelvo a sentir la bocina del pescadero un sábado cualquiera y la charla de
nuestras madres mientras le compraban "las niñas encueras" en oferta. Otras, observo desde una
distancia temporal a aquel camión amarillo de los helados detrás del cual corríamos para detenerlo y
preguntar a su conductor aquello de "¿a cuánto tienes hoy el corte de fresa y nata?". Caigo en la
cuenta, viéndolo ahora en retrospectiva y desde una mirada idílica, de que también eran necesarios
aquellos días en los que nos convertíamos en Pequeños guerreros desfogando en forma de una
inocente pelea nuestra rabia contenida. Enfrentarnos entre nosotros mismos no era una tragedia,
sino el preludio de una amistad venidera aún más profunda.
Atenea, créeme cuando te digo que cada vez me identifico más con Clint Eastwood en Gran Torino.
Lo que no significa que sea un viejo cascarrabias, sé que aunque seas una perra entiendes lo que te
estoy narrando. Ahora que estamos paseando por el desierto que hoy es el barrio, quería mostrarte
que no siempre fue así.
No puedo evitar que se apiade de mí el desasosiego cuando observo que en
estos días cada casa tecnologizada es un escenario de Her. Mientras que los adolescentes actuales
de la Pará permanecen en sus habitaciones inventándose una nueva identidad que los separe del resto de vecinos, mi pandilla y yo nos sentíamos cómodos conjugando los verbos cotidianos en un
hermoso nosotros.
Atenea, cómo quieres que no llore. Dime ladrando que esto no es una adaptación distópica de
Netflix; júrame dándome tu patita que no estamos solos. Tal vez en las antiguas aceras que presidían
las fachadas de nuestros hogares, nos sigan esperando fantasmas del pasado para decirnos Cuenta
conmigo o para jugar al torito en alto, y de esta forma comprender que el Anillo Único del vivir
consiste en tener una Comarca a la que Volver cuando las vicisitudes del mundo te hieran. Es
inevitable hacer de mis ojos un mar si dirijo mi mirada al horizonte y percibo cómo, justo delante de
la silueta de Arcos de la Frontera, el antiguo campo de girasoles se ha transformado en un
cementerio de metal. Se están manchando nuestros campos con la excusa de hacerlo por “apostar
por las energías renovables", ocultando así los intereses económicos que nos enfrentan, y sacan As
Bestas que atesoramos en nuestro interior los vecinos.
Pese a todo ello, aquí aprendí también que La vida es bella y que hay que oír con paciencia la lluvia
caer sobre la uralita si queremos disfrutar después del arcoíris.
Creo en el poder cíclico de las
microhistorias de barrios. Tal vez la hegemónica psicología del ego vuelva a transformarse en la
filosofía del otro. Así, cuando un día emigre del barrio cual golondrina, volveré durante unas
vacaciones estivales, y por sorpresa me encontraré un cine de verano repleto. En ese mismo
instante, te buscaré, Atenea, entre las nubes de algodón y sonreiré por haberme reencontrado al fin
con mi infancia. Aquel cine de barrio será aprovechado por los adolescentes para vivir con
intensidad sus primeros amores y para soñar con un mundo más humano mientras se proyecta
Cinerma Paradiso y guardan en sus subconscientes para la eternidad la siguiente cita:
"Debes ausentarte mucho tiempo, muchísimos años, como para encontrar al regreso a tu gente, la
tierra donde naciste".
José Antonio Sánchez Sánchez
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