La lluvia parece que baila tras
el cristal, jugando, como cuando éramos pequeños, a evitar tocar las rayas del
suelo, mientras el cielo se quiebra en dos por el rugido de las nubes, que
imitan las ásperas voces del mayor que no recuerda ya lo que era disfrutar.
Y brotan las preguntas de nuevo en
mi cabeza, como esas gotas que van chocando contra los quicios de las ventanas,
que se acumulan hasta caer, siendo el doble de lo que antes pesaban.
Tal vez sea diciembre, que ha
llegado con fuerza, marcando el paso de los días con su corto pestañear. O
simplemente que la melancolía abraza los cuerpos fríos para darles el calor del
fuego que no encuentran en otro lugar.
Pero pienso en las historias que
me contaba un tío abuelo que era ciego, José, creo recordar. Que me decía: “en
la vida uno tiene que ser un hombre de provecho, y sobre todo estudiar”. Que lo
que marcaba la diferencia entre las personas era la educación y el saber estar.
O las de mi abuelo, Gregorio, que, postrado en el lado izquierdo de una cama
ocupada por la muerte, me pedía que escuchara junto a él, una y otra vez, las
eternas melodías que le acompañaron a lo largo de su vida. El “tio de la
mantana”, Manolo Escobar e incluso alguna que otra canción que sonaba en su
pequeña radio de pilas. Creo recordar, levemente, el nombre de una buena
compañera de carrera, ya de avanzada edad, que por desdichas de la vida acabó
muriendo. Veía en mí, un joven de diecisiete años, pueblerino y con el típico
miedo del que no sabe a qué se va a enfrentar, el reflejo de los nietos que
nunca tuvo, y todo el cariño, la ternura y el amor que nunca pudo dar. Que
acabó en forma de buenos consejos, miradas cómplices y sonrisas que
difícilmente podré olvidar.
Decía que las gotas caen, con
fuerza, y acaban esparcidas por el suelo, como inmersas en un eterno océano
donde lo especial se vuelve insignificante, lo grande pequeño y lo eterno
fugaz. Y tal vez, esa sea la clave de la vida. Dejar un leve rastro, una sombra
húmeda, como la de una lágrima que está a punto de secarse en tu mejilla, en un
mundo que con toda probabilidad nos olvidará.
Pero como en los cuentos de
Charles Dickens, en esta historia los fantasmas vuelven por Navidad. Y pensamos
en aquellos que se fueron, en aquellos que están y en los que vendrán. Un
ovillo de lana, con el que tejemos la manta que nos arropará.
Fuera parece que ya no llueve, y
dentro la tormenta se comienza a disipar. Tal vez ya no haya fantasmas, ni
gotas de agua, sino el simple deseo de ser y estar.
Agradecimientos: A mi amigo
Francisco Durán, por tus primeras fotografías.
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