Dicen que hay cosas que los niños jamás olvidan. Algo así me sucedió a mí aquella primera Navidad en ese hogar que mis padres habían erigido sobre pilares de sueños y en el que esperaban vernos crecer en clave de sonrisas. Era la noche del cinco de enero de mil novecientos ochenta y cinco y en toda la casa no se oía ni un solo murmullo. Por la mínima rendija de la puerta de mi dormitorio veía parpadear las estratégicas luces del árbol que titilaban impacientes con espíritu de faro para que Sus Majestades no pasaran de largo aquella noche. Los nervios me impedían dormir mientras el resto de la casa estaba sumida en un dulce sopor imperturbable. Repetía hasta la extenuación el mismo proceso: cerrar los ojos, cubrirme la cabeza con las mantas, contar hasta perder la cuenta, apretar más fuerte los ojos hasta que lograba ver destellos luminiscentes y contarme un cuento tras otro esperando caer rendida en brazos de Morfeo. Pero era imposible. Al final me faltaba el aire y volvía a destaparme y escudriñar en la oscuridad, prestando especial atención a la mínima variación en el silencio de la noche, un tintineo en las tazas de leche, el crujido del papel de un mantecado abriéndose, el eco de una copa vacía recién posada sobre la bandeja… Y nada. Todo permanecía inmutable. Expectante.
Unas horas después, como siempre justo antes de amanecer, con el salón lleno de regalos y la sonrisa de mi familia pintando de ilusión mi tiempo, entre los caramelos de los zapatos y los restos que habían quedado en la bandeja, supe de un modo inefable y extraño que aquella madrugada los Reyes Magos sabían que yo estaba despierta cuando llegaron a casa y que me habían elegido, a mí, para mantener con vida la llama de una ilusión que cada vez se iba apagando más en el mundo.
Jamás dejé de creer en ellos. Ni siquiera muchos años después, cuando quise ser mayor y pregunté a mi Melchor particular sobre el secreto de las Navidades pasadas, dejé de soñar con ellos. Porque, a veces, la verdad tiene muchas caras y el secreto de la magia sólo radica en seguir creyendo, en mantener viva la esperanza y no dejar que jamás nadie termine con ella.
Y es por eso que en estos días que corren, en los que el mundo ha perdido la ilusión y hemos sucumbido al consumismo, siento la necesidad de recordar mi fugaz historia con la estrella de oriente y los tres sabios que reparten el bien por este mundo cada vez más necesitado. Porque me hastía ver tanto sucedáneo inundando las calles y los centros comerciales, tanto corresponsal irresponsable suelto diciendo sandeces en televisión, tanto desengaño disperso por las calles haciendo añicos los sueños de aquellos que de verdad importan. Hemos convertido una fecha mágica, fascinante y misteriosa, en algo vacío a lo que hemos desentrañado hasta el último engranaje, hemos convertido en tramoya y juegos de teatro algo que era real, que “es” real, aunque en nuestro egoísmo adulto y mercantilista lo hayamos ido olvidando. ¿Qué nos pasa cuando crecemos? ¿Por qué nos volvemos tan estúpidos, tan ciegos, tan egoístas? ¿Por qué somos incapaces de seguir creyendo en la magia aunque sólo sea una noche al año? Será que algunos nacemos soñadores y morimos con esa condena, pero no puedo renunciar a ella. A ella jamás. Porque es mantener viva esa ascua que encendieron por mí un enero de mil novecientos ochenta y uno y que me seguirá acompañando todos y cada uno de los días de mi vida.
Así que hoy, con Ianus aferrado a mi cintura en el limbo incierto de puertas y pasadizos en el íncipit de una nueva década, sigo aguardando un año más que llegue la noche para iluminar este salón en penumbra, faro en la madrugada para mis mejores sueños, y dejar bajo el árbol tres tazas de leche caliente, una bandeja de dulces y unas copas que calienten la fría noche de enero. Siempre cerca del Niño, aunque sea pequeñito y no más grande que un piñón.
¡Feliz Noche de Reyes!
Granada, 05 de enero
de 2020.
María Luisa Castro
Sevillano.
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