“Canta la plata, con sus finas hojas de lata, que hoy algo te ataca. Reflejo helado de una vida, que pierde los compases a medida. ¡Cuánto daño en mis ojos! Que claman a la nada y lloran como desahogo” Miguel Ángel Ortega Domínguez.
Buscar el consuelo en la
escritura es un recurso fácil para aquellos que tenemos un nudo de corbata
constante en nuestras gargantas. Escribe el que ríe, el que lamenta e incluso
el que ama. ¿Y saben cuál es la diferencia entre todos ellos? Qué solo a uno
sus versos le delatan.
Lidiar con enfermedades que están
relacionadas con la parte intangible de nuestra vida siempre es difícil, más
aún cuando has estado media sin ser consciente de lo que te pasaba. Aún
recuerdo mis andanzas durante segundo de bachillerato. Hace unos años pensaba
que allí comenzaron mis aventuras con la ansiedad, pero me equivocaba. Debemos
remontarnos atrás, mucho más atrás, donde si quiera uno puede imaginar que
existan atisbos de razón en su ser. Pero hoy no les vengo a hablar de donde
descansa en paz, junto a una sabana de franela y a una confortable almohada, mi
ansiedad. Hoy vengo a darles voz a miles o tal vez millones de personas
silenciadas por el tabú de la ansiedad.
Sufrir de ansiedad, y en especial hipocondría, es un estilo de vida más que una dolencia que puedas paliar. Todo pierde el sentido cuando despersonalizas tu existencia para transformarte en una enfermedad. Cambian tus rutinas de sueño, despertando cada hora con un sobresalto de tu cuerpo pensando que puede ser ese infarto que tanto has temido a lo largo del día. También cambian tus buenos días, que dejan de ser con café y una tostada para pasar los primeros minutos observando tu reflejo en un espejo en busca de cualquier mancha, bulto sospechoso o incluso desviación de tus caricaturescas muecas mañaneras que delaten la presencia de cualquier derrame cerebral.
Y como no, en esta rutina,
obsesiva y compulsiva, no puede faltar el empeño por la limpieza. Bacterias, microbios,
hongos… Cualquier traza de la más mínima suciedad puede guardar en su interior
desde extrañas enfermedades africanas hasta restos de antiguas enfermedades ya
desaparecidas. ¡Cuántas veces pensé que el deshielo producido por el
calentamiento global podía traer cosas nunca antes vistas! De esta forma, pasas
de limpiar con alcohol o gel todas tus mesas, sillas, mochilas, carpetas,
libretas e incluso alguna que otra hoja de papel. Van introduciéndose así, poco
a poco, como la brisa marinera de verano, manías en tu día a día. Desde tirar
el primer papel de fumar del librillo porque ha estado en contacto con motas de
polvo, a cambiar rápidamente las sabanas de tu cama si has puesto algún vaquero
sucio encima de las mismas. O incluso lavarte las manos unas treinta veces al
día (como mínimo) para evitar que nada pueda llegar a tu organismo.
Trascurren así los días, pensando
que hoy será. Sí, hoy, ese día que tanto has odiado encontrar. El día en el que
por fin el mundo, por desgracia, te dará la razón. Seguro que es hoy cuando
llegará ese tumor cerebral que provocaba el incómodo tic de tu ojo izquierdo. O
ese infarto que se delató unos días atrás con un dolor punzante en tu hombro
izquierdo. ¿Será en realidad un tumor en el brazo? ¿O puede ser que algún
extraño insecto me haya podido picar? No lo sé, pero seguro que hoy será el día
en el que visites a tu médico y este te comunique el fatal desenlace que te
hará llorar. ¿Cuántas veces fuiste antes? ¿Y en cuántas te dijo que no había
nada que se pudiera destacar? “Estas perfecto, sano como un roble, es mejor que
no hagamos más pruebas porque no servirían de nada”. Claro, no servirían de
nada hasta que ha llegado el día de hoy y de aquí no podré pasar.
Un servidor, en su afán de
controlarlo todo, incluso se realiza exámenes de mamas. Que sí, que el tanto
por ciento de probabilidades de que un hombre de veinticinco años desarrolle
cáncer de mama es ínfimo, ¿pero y sí tengo?
Pero bueno, al fin y al cabo, uno
se acostumbra a vivir en un estado continuo de alerta que le hace vigilar cada
respiración, pulsación o grado de temperatura. Nada que un paracetamol o
ibuprofeno no pueda arreglar. ¿Automedicación? Me rio yo de los que dicen que
se automedican. ¿Cuántas cajas organizadas tienen ustedes con sus
correspondientes pastillas, sobres, cremas, gotas óticas, gotas nasales,
alcohol, Betadine, algodón hidrofóbico, gasas, tijeras e incluso bisturíes
tienen ustedes? Yo dos, y bastante grandes. Pero creo que me hace falta una
tercera, ¿cómo sé si tengo suficientes?
Y no se equivoquen, esta no es la
peor parte de la enfermedad. Sin duda alguna, es la de saber que uno “está
loco” (con perdón de todos los psicólogos que puedan leer este artículo) y que
difícilmente mejorará. Y como no, la presión social que supone comunicar a cada
persona que lo tuyo no es una paranoia, sino una enfermedad mental.
“Anda, no exageres que no es
nada”, “Eso son tonterías, no te pasa nada”, “Que exagerado si solo son tres
cosas nada más”. Podría pasar horas entrecomillando frases de amigos,
familiares y compañeros que ante mis ataques de ansiedad solo respondían con palabras
banales que atravesaron mi corazón y me llegaron a lastimar.
Con frecuencia he llegado a
pensar que incluso podría obtener el grado en medicina. Conozco cada uno de los
síntomas de las enfermedades más comunes, y no tan comunes, que afectan a
nuestra población en general. Además, sé sus respectivas soluciones
farmacológicas, por lo que tal vez el máster en farmacología también me lo
podrían dar.
Pero dejando las bromas a un
lado, el círculo vicioso en el que te hace entrar la hipocondría se convierte
en un laberinto del que difícilmente saldrás. A veces, y esto es lo
sorprendente, tus convicciones son tan fuertes que el dolor llega a ser real.
¿Cómo no van a engañar a una panda de bobos unos cuantos populistas si yo mismo
soy capaz de pensar que me quedan si acaso segundos para que deje de respirar?
Es preocupante, y nadie en nuestra infancia o adolescencia nos enseña a como
lidiar con estos problemas. Todo ello se traduce en una futura vida llena de
inestabilidad, en la que la enfermedad devora a la persona.
A veces intento ir más allá y
reflexionar sobre la cuestión que me hace no ser persona. ¿Tal vez sea un
ataque de narcisismo? Porque sí, el que sufre de hipocondría peca de
individualista. El ego, el yo, supera cualquier barrera. Sólo existe tú, o más
bien tu enfermedad, y todo lo que le rodea deja de tener sentido si no gira
alrededor de tu cabeza. ¿Tal vez sea que ya no existen creencias superiores que
nos puedan consolar? Porque tener fe ayuda, y ya os digo yo que si ayuda, ¿qué
más da morir aquí si luego podrás disfrutar de algo en el más allá? Pero por
desgracia, o suerte según quién lo mire, Dios murió y con él cayeron los
grandes relatos de una vida moderna que se marchó sin mirar atrás.
No quiero molestarles demasiado
con los desvaríos nocturnos de un escritor frustrado. Encontrar tiempo para
seguir tecleando palabras que tengan algún sentido para el que las lee es duro
cuando tu cigarro ya se ha apagado. Y es tarde para encender otro, vaya a ser
que por culpa de esa calada de más vaya a quedarme sin respiración y no pueda
despertar. Aunque tal vez esa muerte dulce, acurrucado entre mantas, sea la
mejor de las formas para marchar.
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