Fe... de... ri... co..., por María Luisa Castro Sevillano

Hace días que me siento a medio vuelo entre las golondrinas que anidan bajo el alero de este ático con su pequeña parcela de cielo, escueto espejismo de libertad los días de primavera, y la cáfila córvida que urajea, nuncios de la tormenta, camino de la piedra horadada donde resguardarnos de la lluvia inclemente que se precipita sobre nuestras cabezas, empapando la piel yerma, calando hasta los huesos quejumbrosos, aplacando el alma que soporta en su levedad de suspiro todos los males del mundo.

Y en el intersticio escueto de un fugaz aleteo, incapaz de decidirme por uno u otro sendero que se me abren invisibles como heridas inmensas en ese horizonte sin cartografiar, calculo mentalmente los segundos que me quedan antes de volver a precipitarme sobre la tierra sedienta de sangre, a lamerme las heridas, a remendarme las alas antes de volver a escalar sobre las nubes sin una sombra de duda.

La duda. Sempiterna interrogación aferrada a las sienes que tiene la terrible costumbre de mantenerse silente cuando me lanzo al precipicio de las promesas formuladas sin pensar que a veces nacen sólo para romperse, como las plumas a medio camino entre el sol y el suelo y los papeles manchados de tinta, como las cartas de presentación que se han ido perdiendo en el silencio de las horas esquivas, como la historia de una vida que soy incapaz de arrancar de esa estación de tren que lleva quince años en pausa.

A veces pienso que se me está haciendo demasiado tarde para reescribir este mundo tan sumido en las sombras. Y no encuentro ese punto y final que rompa en dos el reloj y sus agujas esquivas, que me salve del precipicio y los naufragios, que desgarre el tiempo y los recuerdos y me brinde una segunda oportunidad sobre la tierra.

Y, sin embargo, después llegan tardes como esta, promesa de agua que fecunda el viento, y en el ulular triste del Céfiro reconozco una voz pequeñita prendida entre las hojas tiernas de los árboles, esquiva como los seres ínfimos que se escapan a los ojos que han crecido a la fuerza, anidando ese rinconcito del corazón que es capaz de reconocer su nombre incluso a jirones de silencio.

Fe… de… ri… co…”.

Y no. Hoy no es un chopo viejo y quejumbroso el que me repite tu nombre siempre tan lleno de ti, siempre preñado de Poesía (mayúscula y sacrosanta), siempre evocador de aquellos días azules entre el rumor del arroyo y la inmensidad del cielo dibujado entre las ramas. Este cinco de junio de dos mil veinte tu nombre lo susurran los brotes tiernos que reverdecen bajo el cielo de esta primavera sosegada, las hojas mecidas en las entrañas de esta sierra que no alcanzó tu pupila, las flores que se abren tiernas antes del ocaso… y mis labios febriles que aguardan volver a encontrarte en un recodo del camino, a una de todas esas mudas tuyas que tenías guardadas, perfumadas de limones caídos en la corriente, planchadas con esmero de aya vieja y manos dulces y dobladitas en el cajón de la cómoda, esperando ese aire que les insuflase vida sin saber siquiera si nacer o seguir esperando una vuelta más de este mundo sumido en el caos, en un cumpleaños imposible y eterno que un día me llevó al exilio.

Y aquí, entre los juncos derviches del Leteo y la baja tarde, mientras la melancolía me mordisquea con saña los pies descalzos y la blonda impúdica de la falda, me dejo acunar por ese recuerdo tuyo en manos del Céfiro y el ala oscura de los grajos surcando lágrimas y te confieso, con un hilo de voz y tus palabras entre mis manos, “¡Qué raro sería que no te llamases Federico!”.

Bornos, 05 de junio de 2020.

Comentarios

  1. ¡Que hermosa forma de conjugar las palabras con los sentimientos y tener la claridad para exponerlos suavemente sobre la intensa blacura de un folio...

    ResponderEliminar
  2. Precioso laconismo afrofederisiaco.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Sea respetuoso/a a la hora de escribir su comentario. Muchas gracias.