Atenea y yo, por José Antonio Sánchez

Cuando el día llega a su ocaso, y el horizonte de San José del Valle toma el naranja impresionista del sol, vuelvo a quedar con Atenea, mi mejor amiga. Al salir a la calle, no puede controlar sus nervios, y esto lo sé porque veo como con su rabo va agitando al viento y por su forma de tirar de la cadena con las ansias de conocer los entresijos del barrio. 

Mientras caminamos, la observo minuciosamente para aprender con sus gestos lo que nunca me enseñarán los humanos con las palabras. Siempre quiere correr detrás de los gatos, quizás porque ella también desearía vivir en la República libre que los felinos han proclamado en los bombos de la basura. Y yo, ante esta estampa, suelo preguntarme con qué autoridad moral le tengo puesto un yugo a la Diosa de la sabiduría.

Atenea olisquea cada esquina en busca de nuevas señales. Estando en un presente perpetuo, mira las calles a través del olfato, y así siempre encuentra un olor nuevo que le reste monotonía al paraje por donde siempre caminamos. A los dos nos da placer terminar el paseo en la Calle Estaciones -como así la hemos bautizado- para detenernos frente al jazmín de esta primavera ya tan estival. Antes de anochecer, nos recogemos con la satisfacción de habernos evadido de la rutina. Con Atenea estoy aprendiendo que ni el pasado ni el futuro puede enturbiarnos el presente y, al mismo tiempo, que lo esencial puede que no sea visible a los ojos humanos, pero sí es percibido por el olfato de un perro. En esta vida cada vez más veloz, carente de valores y llena de egoísmo, necesitamos tener la compañía de un Platero (o una Atenea), sentirnos Juan Ramón Jiménez (o un observador de lo sencillo) y vivir en Moguer (o en San José del Valle). Caminar lento, siguiendo las huellas de los animales, se ha convertido en un acto revolucionario.

Comentarios

Publicar un comentario

Sea respetuoso/a a la hora de escribir su comentario. Muchas gracias.