Era por esta época del año (últimos de octubre, primeros
de noviembre) cuando mi madre solía poner las primeras copas de cisco. La
preparaba en el patio, le echaba el cisco de carbón, algo de picón y lo prendía
con la ayuda de un chorreoncito de alcohol y una cerilla. Para que las brasas
prendieran más rápido utilizaba un soplillo de esparto o palma. Luego, esparcía
por encima algunas cenizas del día anterior, lo tapaba con un trozo de papel de
aluminio y lo colocaba en el interior de la mesa camilla. Una vez dentro, le
ponía la alambrera, que era como una especie de jaula abierta por su base para
evitar posibles accidentes, por ejemplo, que cayera la ropa húmeda que se solía
colgar de las cuerdas que había amarradas entre las cuatro patas de la mesa, o
que se quemara el rabo el gato. Si alguien llegaba de la calle muerto de
frío, se removía un poco la copa con la ayuda de una paleta de hierro y las
brasas tomaban más vigor. Como era el tiempo de las castañas, mi madre
arrojaba un puñado al cisco y ahí se iban asando poco a poco, mientras veíamos
algún programa televisivo en el Sanyo de 32 pulgadas. Antes no había tanta
prisa como ahora. Eran otros tiempos…
A mí el cisco me pilló en sus últimos estertores, pero
lo recuerdo muy bien, sobre todo aquel olor que desprendía. Recuerdo ir por la calle y ver a
señoras enlutadas, con el pelo blanco recogido en un perfecto rojete, sentadas
ante sus puertas en aquellas viejas sillitas de enea dándole al soplillo como
si no hubiera un mañana. Todas saludaban, o casi todas: “Niño, ¿ya vas al
colegio? Dile a tu madre que esta tarde le llevaré los espárragos, que mi marío estuvo ayer en el campo”. “Niño, recuérdale a tu tío Antonio que me tiene que
poner el pasamanos de la escalera”. Por aquel entonces creo que yo era uno de
los pocos niños de mi calle, las demás casas estaban vacías o, en su mayoría,
habitadas por personas muy mayores. Me acuerdo de sus nombres e incluso de sus motes:
Pepa ‘La sola’ (que no estaba sola, pues la acompañaban siempre sus gatos),
Remedios ‘La villamartinica’, Leonor y Pepe ‘El ratón’, Isabel Aguilera y Helio
Cáceres (y su pequeña tienda donde yo compraba el bocadillo para el colegio),
Juan Vilches, Encarna Mulero y Pepe Orellana, etc. Pepe Orellana tenía un carro
tirado por un caballo que a mí me impresionaba mucho, solía vestir con una
chaqueta oscura y un sombrero de esos de ala ancha. Me gustaba verlo llegar,
era como en las pelis del far west, y siempre me saludaba.
Salvo Isabel, todos están muertos. Siempre que paso
por aquella calle recuerdo a mis vecinos, pasan translúcidos por mi lado,
sonríen, me siguen saludando, cruzan la
calle con cuidado, airean sus braseros en las puertas, charlan en las esquinas...
Están allí, en aquel trozo de la calle Santa Teresa, mientras que yo los
recuerde seguirán haciendo sus vidas allí, como si nunca hubieran muerto, en
otro espacio y tiempo, sí, pero allí, habitando las encaladas casas que hoy otros
habitan.
Un artículo precioso. Leyendo tu artículo me he visto igual, jugando con mi padre al cinquillo y removiendo el cisco.
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