Otros tiempos; por Miguel Ángel Rincón

 


Era por esta época del año (últimos de octubre, primeros de noviembre) cuando mi madre solía poner las primeras copas de cisco. La preparaba en el patio, le echaba el cisco de carbón, algo de picón y lo prendía con la ayuda de un chorreoncito de alcohol y una cerilla. Para que las brasas prendieran más rápido utilizaba un soplillo de esparto o palma. Luego, esparcía por encima algunas cenizas del día anterior, lo tapaba con un trozo de papel de aluminio y lo colocaba en el interior de la mesa camilla. Una vez dentro, le ponía la alambrera, que era como una especie de jaula abierta por su base para evitar posibles accidentes, por ejemplo, que cayera la ropa húmeda que se solía colgar de las cuerdas que había amarradas entre las cuatro patas de la mesa, o que se quemara el rabo el gato. Si alguien llegaba de la calle muerto de frío, se removía un poco la copa con la ayuda de una paleta de hierro y las brasas tomaban más vigor. Como era el tiempo de las castañas, mi madre arrojaba un puñado al cisco y ahí se iban asando poco a poco, mientras veíamos algún programa televisivo en el Sanyo de 32 pulgadas. Antes no había tanta prisa como ahora. Eran otros tiempos…

A mí el cisco me pilló en sus últimos estertores, pero lo recuerdo muy bien, sobre todo aquel olor que desprendía. Recuerdo ir por la calle y ver a señoras enlutadas, con el pelo blanco recogido en un perfecto rojete, sentadas ante sus puertas en aquellas viejas sillitas de enea dándole al soplillo como si no hubiera un mañana. Todas saludaban, o casi todas: “Niño, ¿ya vas al colegio? Dile a tu madre que esta tarde le llevaré los espárragos, que mi marío estuvo ayer en el campo”. “Niño, recuérdale a tu tío Antonio que me tiene que poner el pasamanos de la escalera”. Por aquel entonces creo que yo era uno de los pocos niños de mi calle, las demás casas estaban vacías o, en su mayoría, habitadas por personas muy mayores. Me acuerdo de sus nombres e incluso de sus motes: Pepa ‘La sola’ (que no estaba sola, pues la acompañaban siempre sus gatos), Remedios ‘La villamartinica’, Leonor y Pepe ‘El ratón’, Isabel Aguilera y Helio Cáceres (y su pequeña tienda donde yo compraba el bocadillo para el colegio), Juan Vilches, Encarna Mulero y Pepe Orellana, etc. Pepe Orellana tenía un carro tirado por un caballo que a mí me impresionaba mucho, solía vestir con una chaqueta oscura y un sombrero de esos de ala ancha. Me gustaba verlo llegar, era como en las pelis del far west, y siempre me saludaba.

Salvo Isabel, todos están muertos. Siempre que paso por aquella calle recuerdo a mis vecinos, pasan translúcidos por mi lado, sonríen, me siguen saludando, cruzan la calle con cuidado, airean sus braseros en las puertas, charlan en las esquinas... Están allí, en aquel trozo de la calle Santa Teresa, mientras que yo los recuerde seguirán haciendo sus vidas allí, como si nunca hubieran muerto, en otro espacio y tiempo, sí, pero allí, habitando las encaladas casas que hoy otros habitan.




 

Comentarios

  1. Un artículo precioso. Leyendo tu artículo me he visto igual, jugando con mi padre al cinquillo y removiendo el cisco.

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