Hoy es cualquier hora de otoño, por eso me ves asomado a la ventana de mi consciencia contemplando cómo el petricor de la tierra ha engendrado en mí la nostalgia. No me queda otro remedio que mojarme los zapatos entre las hojas caídas, al compás de los ruiseñores de los álamos blancos. Camino por el pueblo sin otra pretensión que la de encontrarme con otros solitarios que conciban el futuro como un puñal permanente.
Camino con inseguridades hacia mi calle favorita, donde Juana barre todos los días su puerta o donde los limoneros desean que llegue mayo para regalarnos el perfume de azahar. Esta calle también es donde Manolo -un anciano con una gorra tapando sus ojeras- siempre me da con ternura las “buenas tardes” y me vuelve a contar por necesidad que extraña mucho a su mejor amiga, una galga que le acompañaba en todos sus paseos y que tristemente falleció en verano.
Continúo andando por el casco histórico. Allá a lo lejos diviso a Luisa y Carmen que han decidido desahogarse un poco de los cambios de humor de sus hijos adolescentes, y qué mejor manera que hacerlo llenándose sus labios de café en la céntrica pastelería. Su mayor encanto son las conversaciones que bien podrían formar parte de la sección de “sucesos de cotidianos” de cualquier periódico.
Aprovechando la inercia de mis pasos, me acerco a la Biblioteca Municipal para ver si hallo en un libro respuestas a las múltiples preguntas que me lanza octubre en cada madrugada. Paradógicamente, más que con un poemario, me siento lleno con el trato tan amable de la bibliotecaria -quien ha encontrado en el silencio la esencia de su vida- y el tumulto de niños que inocentemente piensan que vivir es tan fácil como darle color a los dibujos.
Llega el crepúsculo. Las campanas de la iglesia me suenan a Chopin. Pero, aún tengo que vencer al miedo caminando. Hago tiempo comprándole castañas a Salvador y, de pronto, revivo aquellos lluviosos días de catequesis en los que por primera vez me enamoré, sin importarme que la Virgen de los Dolores de en frente viera mi forma de amar a lo prohibido como una inmoralidad.
De regreso a casa me encuentro con un amigo, al que apodo cariñosamente Antístenes, y filosofamos sobre la existencia del ser, afirmándome él que carecen de sentido todos aquellos que creen estar viviendo sin siquiera saber interrogarse a sí mismo, esos que se dejan llevar por el segundero rutinario que conduce hacia la náusea.
Evito el carril del cementerio -para no tener que desenterrar amores pasados no correspondidos- y me adentro en mi barrio. Sé que es mi barrio porque veo a Miguel, mi hermano cabrero, llevando a su rebaño hacia el establo. Segundos antes de introducir las llaves siento la soledad en mi sombrero y llego a la conclusión de que en el otoño la realidad de la televisión hay que revestirla con las metáforas que nos regalan las personas anónimas que caminan sin querer entrar en la Historia.
Abro la puerta. Me recibe corriendo con una sonrisa de luna mi sobrina de dos años. Mas en el salón me encuentro a mis padres -con más arrugas en los ojos- sentados juntos en el sofá que se encuentra debajo del gran reloj de madera. Y, en ese mismo instante, me invade una paz que me hace creer que la felicidad tal vez sea esta vida sencilla de paseos otoñales por el pueblo y el calor de chimenea que nos aportan los que forman nuestro hogar.
Comentarios
Publicar un comentario
Sea respetuoso/a a la hora de escribir su comentario. Muchas gracias.