Hace un par de tardes me disponía a dar un paseíto campestre, así que me pertreché con la ropa y el calzado adecuado y salí a la calle. Estos días atrás ha hecho una brisa bastante agradable para ir a caminar o a correr al campo. El excesivo calor no es buen aliado del caminante.
Pues me dirigía, como hago normalmente, hacia el
carril más cercano a mi casa, y por el camino me encontré a un par de rapagones
‘jugando’ con un pequeño gorrión que, seguramente, se habría caído de su nido
al intentar emprender su primer vuelo. Uno de ellos le estiraba las pequeñas
alas y el otro le daba tortazos en su pequeña cabecita. ¿Cómo esos niños, de no
más de diez años, podían torturar, sin sentir el más mínimo remordimiento, a un
ser tan indefenso y frágil como aquel gorrioncillo? ¿Qué clase de pequeños
monstruos estamos criando? Me acerqué a ellos y les reñí de la forma más
pedagógica que pude. Agarré al gorrión y lo lancé a un tejado. “—Chiquillo,
¿cómo le hacéis eso a un pajarito inocente? —A ellos no les duele, no son
personas”. Esa fue la respuesta que uno de ellos me dio.
Recuerdo que cuando el cuarentón que esto escribe era
un zagal, había otros zagales que se divertían atando latas al rabo de los
gatos. Los pobres felinos se volvían locos intentando deshacerse de la cuerda
con las latas y las anillas. También solían quemar con cerillas (o con lupas) a
las hormigas, escarabajos o cualquier bichillo que tuviera la mala suerte de
cruzarse en el camino de aquellos pequeños psicópatas. Tenía yo un amigo que
con una escopeta de plomos se apostaba en un lugar estratégico de su azotea a
disparar a los pajarillos que se posaban en la antena de televisión (aquellas
viejas antenas que parecían tendederos). Yo me sentía bastante raro, porque esas
‘diversiones’ no me llamaban la atención en absoluto, al contrario, me hacían
sentir mal, así que me alejaba de esos niños y me acercaba a otros que no
disfrutaban haciendo el mal a animales indefensos.
Mi madre siempre me enseñó a respetar a los animales y
las plantas. Valores que en estos tiempos se echan mucho de menos. Ningún
animal tiene por qué sufrir a causa de los humanos. Ningún ser humano tiene por
qué hacer sufrir a los animales que nos rodean. Si ven una araña en casa, no la
maten, échenla al jardín o a la calle; si ven en la pared una salamanquesa no
le den un escobazo, déjenla tranquila, no son dañinas, al contrario, tendremos
un insecticida de lo más natural. Eso me ensañaron a mí. En estos tiempos de
caras pegadas a las pantallas, de jornadas maratonianas sentados frente a la
caja tonta viendo temporadas enteras de series o echando partidas interminables
a los videojuegos de moda…, en estos tiempos extraños, se hace muy complicado
explicarle a los más jóvenes que por mucha tecnología que podamos poseer, formamos
parte indisoluble de la naturaleza y tenemos que respetarla y amarla.
Los animales sienten; gatos, perros, pájaros, tortugas,
serpientes, toros, murciélagos, peces, etc. Todos, incluidos los seres humanos,
tenemos una función dentro de ese gran engranaje que es la naturaleza. Vivamos
en armonía con ella.
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