Escribir entre rejas nunca fue fácil para aquellos que acariciamos la mediocridad con las puntas de nuestros dedos. Y es que, por más que pase el tiempo y las agujas del reloj caigan por su propio peso, sigo esperando a oscuras, en un pequeño y mugriento rincón de mi habitación, entre los recuerdos de un gotelé noventero que ya vio pasar sus mejores días y una araña que teje, como yo, una pequeña cárcel para su próxima víctima.
¿Saben? Estos meses han sido bastante fructíferos. He pasado de ser a estar, de ver y hablar a oír y callar. En definitiva, he aprendido qué significa la jodida soledad.
Que vivimos en una
sociedad que trata a sus adolescentes - y casi adultos - como pequeños críos
que tienen la neurona justa para no hacerse sus necesidades encima es una
realidad. Lo he vivido en primera persona, sufriendo en mis propias carnes la
presión de las vastas mantas que nos arropan durante nuestros primeros años de
vida. Y lo vivo ahora como espectador, asistiendo a una macabra obra que parece
ser escrita por el mismísimo Niccolò Paganini. Nos vamos a la mierda, aunque
después de haber estudiado Historia, puedo afirmar, con total rotundidad, que
cada centuria algún desgraciado - como yo - repite este axioma a sus
conciudadanos, que lejos de caer presos del nihilismo y la misantropía deciden
dirigir sus vidas hacia el gozo más absurdo que puedan imaginar.
Sólo hay que echar un
vistazo a las redes sociales para cerciorarse de que el sudapollismo, al
que mal llaman libertad, guía a un pueblo repleto de necios que babean tras los
pechos de un cerdo con piel de cordero, preparado para amamantar entre estiércol
y basura a las futuras generaciones que ayudarán a destruir este bello mundo
que se apaga con frialdad. Ayer acabó el Estado de Alarma, que no el virus, y
los madrileños, quiénes sino, se lanzaron a pecho descubierto a sus plazas para
proclamar la República Independiente de su Casa entre gritos como “Alcohol,
alcohol, hemos venido a emborracharnos y el resultado nos da igual”, litros de
cerveza barata y vermús acompañados de aceitunas de lata. Ni en aquellas
comuniones celebradas en descampados al aire libre, donde una rudimentaria nave
de chapa cobijaba una paellera, una barra de latón y el perfume a sobaco que
desprendía alguno de aquellos amigos de los amigos de tu padre despertaban
tanta vergüenza ajena como ayer pudimos vislumbrar.
Pero que no se me líen
las piernas, que el camino es largo y no me quiero desviar. Yo venía aquí a
hablarles de la soledad. Decía C. Tangana en uno de sus antiguos temas:
“Soledad,
se escribe con s, de silencio, de suicida, de salida y de susurros por
salvarme. Yo, estoy tirado en la calle, esperando la señal definitiva que me
lleve”
Y qué verdad, basta tenerla
como compañera para saber que la “S” te susurra antes de dormir, cuando con un
suspiro el corazón se te encoje, la garganta forma un nudo y tus ojos se
humedecen. Sentirse solo no es un estado de ánimo, sino una forma de vida. Está
el que rodeado de gente nota que le falta algo y no llega a comprender qué le
puede pasar. El que decide, por sus cojones, que a él eso del “jiji jaja” ni le
viene ni le va. Y el que, por azares de la vida – como yo – se da de bruces
contra la vida y aprende, por las buenas o las malas, qué significa la soledad.
De las veinticuatro horas
que tiene un día, suelo pasar una media de dieciocho sin hablar, escuchar o
tocar a otra persona. Así, a lo largo de dos meses, he ido haciendo a mi cuerpo
a esto de no socializar. Y sigue siendo duro, no sentir el calor de aquellos
que te quieren, no respirar el aire de tu tierra ni tampoco saborear el amor de
una casa. Pero, sin duda alguna, es el miedo lo que me atormenta cada madrugada,
ya sea en forma de parálisis del sueño, sudores intensos o estrambóticas
pesadillas que rondan mi cabeza antes de despertar. El miedo a morir solo, el
miedo a enfermar solo, el miedo a comer solo, el miedo a llorar solo, el miedo
a no volver a reír con gente, el miedo a perder a todos aquellos que dejaste
atrás, el miedo. Un miedo que te devora poco a poco, como una termita a un
madero que pende de un hilo en una vieja choza, haciendo estragos en tu cuerpo.
Hoy son unos kilos de menos, mañana unos cuantos o muchos pelos, también algo
de ojeras y, pasado, un dolor general de cuerpo.
Las horas se vuelven
días, la cerveza falta y el humo escasea. Y no me malinterpreten, no es que uno
viva penurias sino desgracias. La desgracia del miedo, que, acompañado de la
soledad, marcan mi rumbo hacia la nada irracional.
Son ya algo más de las once, aún no he decidido si cenar lo mismo que ayer y anteayer o si innovar aportando a mi dieta algo de aire, que los suspiros nunca vienen mal. Sólo les pido que se cuiden, y cuiden a los demás, que cualquier día pueden ser ustedes –
y no yo– quienes estén coqueteando con la soledad, la depresión y la
ansiedad.
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