Oda a la hipotenusa; por María Luisa Castro Sevillano.

Últimamente he asistido impasible a la marcial deriva de todas mis promesas rotas en sus fúnebres carabelas de papel por los exiguos arroyos de la primavera al destino incierto de los sumideros de esta ciudad. He dejado morir exangüe la carnaza de los polemistas de media red, he apagado la televisión dejando sin su dosis diaria de vísceras a todos sus muñecos rotos y en un intento por mantener la cordura he terminado cercenando los periódicos de la mañana con su información sesgada y esas ínfulas sensacionalistas que los están llevando demasiado cerca de los acantilados. Me he mordido la lengua hasta sucumbir a mi veneno y me senté a esperar a que hiciese su efecto. A vida o muerte. Y tras días de agonía en el limbo ínfimo entre las sombras y la cordura, he regresado –quiero imaginar que aún no se me cuenta entre los muertos–.  Y ahora, que apenas soy yo con mis silencios, creo que es momento de retomar el pulso a mis dactílicas letras por renacer y comprobar si aún gozamos de salud, aunque sea mediocre.

Me miro las manos vacías y no sé por dónde empezar a destramar esta madeja que, gato ronroneante frente al ocaso, llevo demasiado tiempo intrincando con la paciencia del que ya nada espera, ni siquiera la salvación.

Se agolpan en mis oídos murmullos y voces confusas de tertulias sin debate, la tiranía de los medios, la política con las vísceras al aire, el corazón en clave de talonario y ese circo donde se mezclan en el barro las izquierdas y las derechas, las víctimas y los verdugos, la justicia ebria de realidades siempre esgrimida como arma arrojadiza, las balas y las espaldas de veintiséis millones de españoles, los menas y mi madre viuda, Madrid como ombligo de España, la Mentira mayúscula que cada día comulgamos a la hora de almorzar, la verdad suicidándose por las aceras, denostada meretriz por cuatro monedas de cobre.

Entre tantos hilos dispersos, mis garras ya no saben dónde aferrarse. Qué sería sin la hipocresía, qué si no la consumiéramos como esa píldora de la felicidad que nos recetan cada ocho horas para no sucumbir a la vida.

Al final, como el último sol del día, voy tirando con parsimonia de ese hilo púrpura que me devuelve el sabor a sangre en la boca.

¿La sangre o la hipocresía? Creo que, a fin de cuentas, están más relacionadas de lo que podamos pensar. Sangre para ser, para amar e incluso para morir (por ella, sin ella o contra ella). La sangre y el cor y todas esas locuras que nadie comprende. El cor y esa identificación con la izquierda donde se aloja recordándonos la fragilidad del ser…

Mente y corazón y esa asincronía entre sus mecanismos a la que parece que, por obligación, hemos de estar habituados.

Me releo y soy consciente de que sin hurgar en su génesis esto apenas es un galimatías que nadie más comprende. Hoy estamos enigmáticos, que diría un buen amigo… Así que me voy a dejar los circunloquios que a nada llevan. Ni siquiera a mí.

La izquierda, la hipocresía y la sangre. Parece el título de una fábula. Pongamos la izquierda como el escenario donde tiene lugar la acción de nuestros protagonistas. Y la sangre como esa víctima del fatum sobre la que recae la trama. Y ahí entra en escena la hipocresía y todas esas caras que se afana en ocultar.

En el escenario A, la sangre se derrama para evitar el sufrimiento y poner fin a los días. Y esto es el bien incluso so pena de perder la gracia de Dios.

En el escenario B, la sangre se entrega entre dos personas que deciden unir su piel y su tiempo durante el resto de sus días. Y esto es el mal. Se recurre a los eufemismos. Es “el eso” que parece que no recuerdo y obviamos a mayor gloria del Padre.

Y entonces somos conscientes de la hipocresía de gran parte de este mundo que antepone la muerte –digna– al amor –libre–. Se teme tanto una lenta agonía que no importa cortar el hilo demasiado pronto, aunque suponga la condena eterna. Pero ni se nos ocurra anudar esos otros que van en contra de mi creencia –que no mi ideología–.

Y la hipocresía extiende sus tentáculos a otras parcelas siempre dentro del mismo escenario. Se olvidan esos comienzos abriéndose paso entre las entrañas de la tierra y el gen del cacique asoma sus ojos de alimaña entre los labios, recupera su voz el desprecio a aquel que reclama su mísero jornal, renace la protesta silenciada, la amenaza velada, siempre la espada de Damocles sobre quien se ve obligado a trabajar en precario, reviven los cimientos del cortijo que no terminan de desaparecer. El señorito a caballo, esta vez a horcajadas sobre la poltrona, la sonrisa siempre de lado y ese proselitismo de la ignorancia grabado a fuego en su ADN. Y qué más da cómo se escale a la silla, cómo se herede el “don”, cómo se ascienda a un pedestal con pies de barro de donde todos, tarde o temprano, terminan cayendo. Pero presumamos de ignorancia, que el saber siempre ha sido óbice para que la masa deje de contarnos entre sus iguales y comience a vernos como parte del problema y jamás la solución.

La ignorancia para llenar las arcas, para copar las cotas de pantalla, para cubrir páginas y páginas de esas revistas que venden casquería una vez por semana, para que la mitad de la juventud se juegue su futuro en la ruleta de los programas basuras sin más aspiración que a una silla, una cita, una isla, una cena amañada mediante guión. Pero esa es esta España de circos y barros, donde los títulos nunca son suficientes para una oposición a barrendero pero innecesarios para regir una nación.

La hipocresía… o, como diríamos en el último canal de moda, “la hipotenusa”. Que así se nos entiende mejor.



 


 

Comentarios

  1. No se puede escribir más bonito y más directo. No sobra ni una coma ni hay una sola palabra que corresponda. Enhorabuena a la autora.

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