Día de Difuntos de 2020; Por María Luisa Castro Sevillano

Amanecimos envueltos en grisuras. Las primeras horas caliginosas intentaban abrirse paso entre los últimos jirones de la noche de ánimas, pegándose a la piel como un torpe sudario ocultándonos del mundo. Detrás de esa línea imprecisa del horizonte aún podía imaginar el lago y su niebla densa, caldero de bruja en las mañanas frías que preceden al invierno. Las primeras luces fueron remendando el velo y perdimos la última frontera que nos acercaba. 

El salón permanecía sumido en un silencio lóbrego. El reloj seguía marcando con muda cadencia los intervalos insomnes. Entre libros, flores, ofrendas y recuerdos aún quedaban un par de velas agonizantes frente a una fotografía que va decolorándose con el tiempo y el calor que desprenden las pequeñas luminarias de difuntos.

Dos golpes junto a la cama. Santo y seña para reencontrarnos en ese minúsculo intersticio entre su luz y mis sombras. Las palabras silenciadas. 

Me miro las manos por primera vez, con la curiosidad del que recorre caminos nuevos, como si hiciera lustros que hubiera dejado de ver a estas dos desconocidas que recorren el papel a ciegas y comprendo, con un poso de amargura, el inmenso vacío al que se aferran.

La esperanza vuelve a escapar en arroyos silentes calle abajo, al suicidio de los sumideros, persiguiendo océanos imposibles, como los lentos mascarones de proa del otoño en un día de lluvia. Es Día de Difuntos. Las rosas desprenden un particular olor a camposanto entre las trémulas mariposas que naufragan en un cuenco de aceite. El eco de los campanarios muere lentamente perdiéndose entre las calles dormidas. Hace siglos que todos parecer haber olvidado.

Por el paseo de los tristes apenas transita una torpe desbandada de jardineras cabizbajas que se cruzan con regazos vacíos y miradas opacas. Una mancha de tinta sobre las aceras que ha olvidado hace tiempo las costumbres de aquella marea plañidera que pretendía honrar a sus muertos. Ya no hay lágrimas que apaguen las llamas ni besos robados a las parcas. Hoy los caminos al cementerio son una extraña procesión de almas perdidas, cada una en sus propios miedos. Terrible compaña en distintas sucesiones de difuntos.

Desde mi refugio improvisado me pierdo en ensoñaciones dispersas, sin rumbo fijo en el que poner el corazón, y casi inconscientemente recorro con parsimonia las siluetas que proyectan los balcones bajo la triste luz de las farolas que se resisten al amanecer. Alguien debió apagarlas hace horas. Pulverulentos de fauces cerradas y humo gris, entre las sombras de las persianas proyectan palabras jamás escritas y comprendo, como sucede con aquellos secretos que sólo se revelan a los iniciados, que se han convertido en mudos mausoleos donde sólo habita la desesperanza.

Ya no quedan sueños en los que escapar de la realidad, no hay fanales donde resguardarnos del mundo, ajenos a que el mal nos toque o la enfermedad nos alcance. Y de súbito hemos sido conscientes de que no somos inmortales, aunque hayamos aprendido a vivir como si no fuese a sobrevenirnos jamás algo tan vulgar como la muerte.

No a nosotros.

Sin embargo, hace meses que flirteamos con ella en inconscientes bacanales de cotidianeidad, que la tenemos como vecina llamando a nuestra puerta por una taza de azúcar o hemos llegado a albergarla bajo nuestro mismo techo en una larga letanía de horas sin días ni noches. Y, aunque los periódicos y los políticos estén reduciendo cada uno de sus miserables estragos a una serie de cifras y números desorbitados como si de una competición se tratase, en el fondo somos conscientes de que detrás de cada uno de esos números anónimos hay una persona. Que se nos están muriendo personas que son nuestra vida y otras a las que nunca tendremos la oportunidad tan siquiera de querer o conocer, pero que son el mundo para alguien. Y, lo más terrible de toda esta historia, que nos están dejando morir. A todos.

Algunos, quizás los más hipocondriacos, seguimos enclaustrados conviviendo con nuestros propios miedos. Ajenos a todo lo que estamos dejando perder más allá de estos muros de sepulcro anticipado. Pero ha de llegarnos. También. Tal vez no por esa pandemia que está diezmando un planeta que necesita, más que nunca, aliviar tanta carga de humanidad. No. Probablemente se nos llevará por un teléfono que jamás encuentre a nadie al otro lado en nuestro centro de salud, por una agenda demasiado ocupada como para que llame siquiera tu médico de familia, por una cita hospitalaria mil veces postergada, por un especialista que no visita por precaución ni aun siquiera suplicando o un médico que ya no deriva por protocolo, por esas analíticas que ya no nos roban la sangre, por una atención primaria clausurada como si viviésemos en una historia postapocalíptica… y, sobre todo, por el terror a unas urgencias plagadas de esa nueva muerte con nombre de virus.

Sé que no es tiempo de buscar culpables. Pero hoy, dos de noviembre de dos mil veinte, ha vuelto a morir alguien. Cientos, miles de alguien. Pero hoy ha muerto alguien muy cerca de mí. Y no puedo evitar sentir que nos están abandonando a nuestra suerte. Que sólo importan los enfermos de la pandemia, como si el devenir de esta existencia se hubiese detenido de repente. Que los esfuerzos se centran en esas cifras nunca tan anónimas. Pero si sumamos todas esas negligencias, todo este abandono, estoy segura de que los nuevos datos serían verdaderamente aterradores.

Dicen que sólo los distintos (des)gobiernos son culpables de nuestro abandono, de esta crisis sin precedentes, de la saturación hasta el colapso de un sistema sanitario que lleva años depauperado y diezmado por políticas de todo signo. Que el personal de los hospitales está saturado, al límite físico y mental… pero lo siento. Lo siento por ellos y por nosotros.

No podemos priorizar sólo a unos enfermos, por muy extrema que sea la situación. Porque nos estáis dejando morir en nuestras casas sin darnos la mínima oportunidad de ponerle remedio. Y, por desgracia, en muchos casos que hoy son apenas estadísticas sin valor por no ser caídos por el Covid, ese remedio existía. Pero no teníamos médicos. Nadie velaba por nuestra salud.

Alguien tiene que poner remedio. O no quedaremos ninguno para contarlo.

Las últimas llamas se apagan en el altar improvisado. Sonrío con amargura por lo fatuo de estas fechas. Dos de noviembre de un dos mil veinte que no es sino un año de difuntos.  




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