Voyerismo, redes sociales y “La ventana indiscreta”. Por Miguel A. Ortega

El buen cine no siempre viene acompañado de tardes lluviosas en las que el viento golpea con la fuerza de mil tormentas nuestras persianas, en las que vuelan los paraguas por las aceras, rotos como las vidas de sus amos, y en las que las farolas alumbran con la vista de un astigmático a través de la ventana, repleta de miles de gotas que caen por su propio peso, como las mentiras de un matrimonio que hace tiempo que murió. 

No es domingo, pero tengo una buena taza de café, preparada con la dulzura de una compañera, que ni mil terrones de azúcar podrían sustituir. Junto a ella, un cigarro, que ya he consumido antes de escribir este artículo y que me invita con su cercano calor a encender otro. Pero debo escribir, porque hoy he visto “La ventana indiscreta” y no puedo callarme. 

El ya citado largometraje de Alfred Hitchcock fue filmado a mediados del siglo pasado y narra la historia de un viejo fotógrafo, al que la vida le ha brindado una continua dosis de adrenalina, y que, por desdichas del azar, se ve confinado en su habitación. Al borde de una simple ventana, que le invita a mirar allí donde sus ojos le lleven, pasa los días observando a sus vecinos. De esta sutil forma, apenas sin palabras, el director nos presenta un vecindario un tanto particular, de clase media podríamos decir, en el que cada vano alberga un modelo familiar. 

Puede que muchos no la hayan visto aún, y les invito a que lo hagan. En apenas ciento veinte minutos de película tendrán una buena ración de tensión, amor e intriga. Pero hoy, aunque no lo parezca, no vengo a hablares de la cuidada fotografía que tiene el film, tampoco de las distintas técnicas que Hitchcock utiliza para hablar con el lenguaje propio del cine, ni a hacer de crítico y discernir entre lo buena o mala que pueda ser. Quiero contarles cómo hoy, todos los que hayáis decidido perder unos minutos de vuestras vidas leyendo estas líneas, seréis conscientes de que en pleno dos mil veinte todos encarnamos el papel del protagonista, L.B. Jefferies. 

Si bien nuestros tiempos modernos no nos permiten detenernos demasiado para observar a nuestros vecinos. Todos, incluida mi persona, hemos desarrollado una filia por el voyerismo de la que difícilmente nos podremos desprender. 

Pasamos nuestros días encerrados entre pantallas, rodeados por píxeles. Tal vez no crucemos una palabra con nuestra vecina, esa a la que observamos a través de nuestro teléfono móvil, a la que sabemos que le gusta comer chino porque todos los viernes sube una foto de su pedido en el bar de abajo. A la que le gustan los perros, pero detesta a los gatos, porque es perceptible a través de las publicaciones que comparte en su muro. La que tiene un par de lunares, uno en el canalillo de sus pechos y otro en la nalga derecha, porque ya la hemos visto en bikini en más de una historia de Instagram. También conocemos sus gustos musicales, Queen, Bad Bunny e incluso los clásicos de Disney. Una auténtica locura, podrán estar repitiendo en estos momentos en sus cabezas. Es cierto que esta vecina no existe, pero no crean que estoy tan jodidamente pirado. Todos conocemos los hábitos de aquellos a los que ni si quiera hemos llegado a ver en persona. 

Es estúpido que en este momento empiece a moralizar sobre las redes sociales. Hay que asumir que forman parte ya de nuestras vidas. Llegaron para quedarse y, coño, digo que si lo hicieron. Compartimos todos los momentos de nuestra vida, sean bellos o feos, alegres o tristes, verdaderos o simples mentiras. Pero a diferencia de nuestro protagonista, hay algo que nuestros vecinos si saben: les vigilan. 

Y es aquí en lo que quiero insistir. Hemos asumido que nuestras vidas pueden ser mercantilizadas, hemos aceptado los términos para perder nuestra privacidad. ¿A cambio de qué? ¿De hacer crecer nuestro ego a base de me gustas? ¿Con el fin de no estar aislados de la masa social? 

Todos hemos intentado eliminar alguna que otra red social. Dejar a un lado sus efectos dañinos, más que probados por los estudios de los científicos, y volver a empezar. Conectar con nuestros amigos, parejas y familiares como hacíamos antaño, sin la necesidad de que todos los demás supieran qué sentíamos, vivíamos o dejábamos de hacer en cada maldito y preciso momento y lugar. Pero parece ser que esto es misión imposible… Pero de las de verdad, no como las que encarna Tom Cruise. 

El final de la película puede ser interpretado de muchas formas, al igual que la vida que nos ha tocado transitar. Pero es conveniente, y muy necesario, pararnos a reflexionar sobre el cambio que ha generado la irrupción de las nuevas tecnologías en nuestras vidas privadas.


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