Todavía recuerdo aquellos pasos por la Educación Secundaria Obligatoria, aquellas charlas con mi tutora y mi orientador durante días y horas en las que yo les exponía mis gustos y preferencias y ellos me orientaban hacia mi futuro.
La decisión, nada fácil, de encaminarme hacia la Formación Profesional o dirigirme a bachillerato. Estudiar lo que verdaderamente me gustaba o lo que me decían que tenía un futuro inmediato.
En aquellos años la Formación Profesional estaba en auge, directamente te preparaban para el mundo laboral y casi te garantizaban un empleo bien remunerado. Eran dos años de formación y las posteriores prácticas empresariales. En cambio, para estudiar lo que verdaderamente me gustaba tenía que pasar por bachillerato, cursar sus dos años, pasar por la selectividad y conseguir una nota asequible para ingresar en la facultad.
Finalmente escogí el camino hacia la universidad, ¿sabéis por qué? Pues porque siempre tenemos que escoger aquello que verdaderamente nos llena de ilusión, con lo que salir cada día con una sonrisa en la cara, con lo que verdaderamente nos vamos sentir a gusto cada segundo y productivos cada día, Algo que verdaderamente nos guste y podamos decir cada día, a pesar de las dificultades… “Sí, a esto me quiero dedicar el resto de mi vida”.
Y es verdad lo que estáis pensando ahora mismo. Que las cosas cambian, que depende de muchos factores, que no siempre se logra estudiar lo que uno quiere. Por eso hablé con mi orientador, porque al menos, luché por lo que quería, con las ideas claras.
Empecé mis estudios en comercio y marketing, fueron cuatro años en los que más allá de la enseñanza y la educación, ¡por fin comprendí aquella frase de mi abuela que decía…”! ¡Qué dura es la vida!”. En el primer año de grado accedí a la universidad con una beca del Estado, por parte del Ministerio de Educación. Una beca que cubría los gastos de la matrícula y algunos meses de piso. La suerte que tuve es que conocí a gente muy diferente, de diferentes edades que me aportaban cosas diferentes, así logré orientarme.
Durante el segundo año de carrera, cuando mejor estaba, con estabilidad en los estudios y en la ciudad llegaron dificultades familiares. Dificultades por las que todo el mundo pasa alguna que otra vez en la vida y que hay que aprender a gestionar y solventar tanto económica como psicológicamente.
En mi tercer año de carrera, justo a mitad de curso, la burbuja económica doméstica de mi familia explotó. Mis padres se quedaron desempleados y solicitaron el subsidio por desempleo, un subsidio que solo llegaba para los gastos esenciales de mi casa, por lo tanto, mis padres no podían seguir ayudándome económicamente en mis gastos universitarios (piso, comida, transporte, matrícula de asignaturas sueltas…).
Llegó un momento en el que tuve que aparcar a un lado mi grado universitario para embarcarme en el mundo laboral, buscar un empleo para ayudar económicamente a mis padres y, por supuesto, pagarme lo que me restaba de carrera. Empecé trabajando en la hostelería, en una pequeña heladería de mi pueblo que unía heladería y cafetería. El trabajo era cómodo, sin bullas ni presión por parte de los clientes ni de mi jefa. Trabaja durante ocho horas al día, pero con la incertidumbre de qué sería de mi al día siguiente. ¿Que por qué? Pues porque no estaba contratada, trabaja en negro y el sueldo tampoco era suficiente, bajo mi punto de vista. “
Bueno, estoy empezando.”, pensaba yo…
A los tres meses, un poco quemada de mi situación laboral decidí hablar con mi jefa para saber si podía darme de alta en la Seguridad Social y cotizar legalmente por mi trabajo. Me dijo que no podía cubrir tantos gastos empresariales pero que al menos me daba su palabra de que me subiría algo (no mucho) mi sueldo.
Intenté poner empatía por ella y el negocio y decidí aceptar y seguir trabajando allí con la esperanza de al menos tener un sueldo más alto, así podría aportar algo más de dinero en casa y ahorrar para seguir más adelante con mi carrera.
Al cabo de un mes y medio la situación cambió, pero a peor. Resulta que mi jefa no pensaba darme de alta porque supondría, según ella, un gasto excepcional para el negocio que no podían soportar en esos momentos y encima, para sorpresa para mí, pero es algo que debí prever tampoco noté subida de sueldo. Es más, me redujo la jornada para trabajar por las mañanas en jornada parcial aumentándome las responsabilidades. Es decir, no solo tenía peores condiciones, sino que dentro de mis responsabilidades laborales estaban el hacerme responsable de la apertura del negocio, controlar y servir la heladería, controlar parte de la cafetería y hacer el arqueo de caja.
Como bien veis incumplió su palara de la subida de sueldo y cargó sobre mí mayores responsabilidades.
Justo terminando el mes noté estrés laboral, la forma de hablarme no era la misma, por no decir que no era la adecuada y me di cuenta que los posibles problemas ajenos de casa se los traía al trabajo y los pagaba conmigo hasta tal punto que existía manipulación.
Una semana antes de terminar el mes decidí hablar con ella para comentarle formalmente que abandonaba el trabajo. Ella me dijo que no lo dejara, que sentía mucho el trato que me daba últimamente, pero estaba pasando por malos momentos personales y que me necesitaba. Yo le dije que al no tener contrato podía dejar mi relación laboral en cualquier momento porque nada me ataba al negocio, es decir, para bien o para mal nada me ataba por escrito al vinculo empresarial. Necesitaba buscar un empleo mejor, digno y de calidad.
Mi jefa me dijo que me daría de alta, pero… ¿os fiaríais de alguien que falló en su palabra una vez? Mi consejo es que no para todo existen las segundas oportunidades, que nunca os “caséis” con vuestro jefe o jefa. No os toméis una relación laboral como una relación sentimental. Si aguanté es porque la situación familiar en la que estaba me obligaba. No le debía nada a mi jefa ni ella a mí. No existía ningún contrato formal que nos uniera en derechos y obligaciones.
Decidí dejar ese trabajo y buscar otro mejor. La carrera finalmente pude sacarla adelante, con muchísimo esfuerzo familiar. Al fin y al cabo, a día de hoy te das cuenta que ni una FP ni un grado universitario te garantizan un empleo estable, pero eh, para que nos entendamos, tiene más oportunidades un currículo relleno que uno vacío.
No dejes de estudiar y formarte. El saber no ocupa lugar. Ánimo y para adelante. Puede que muchos piensen que no somos la generación más preparada de la historia, pero sí la que más oportunidades tiene.
En este preciso momento hay millones de personas que padecen el mismo problema o similar. Llamemos a las cosas por su nombre. Donde te dicen flexibilidad laboral en realidad te dicen precariedad laboral. Pocos lo cuentan, muchos lo sufren.
• En recordatorio especial a mi compañera de tribuna Fátima Santos, con la cual compartí la idea de hacer visible este relato.
Comentarios
Publicar un comentario
Sea respetuoso/a a la hora de escribir su comentario. Muchas gracias.