Carta a los Paletos Ilustrados que se van; por Miguel Ángel Ortega

Llega septiembre, y como diría Javier Ibarra, vuelve con su “¡Oh, Dios mío!”. Tras esta traumática experiencia que ha supuesto vivir una pandemia mundial, toca volver, junto a la “nueva normalidad”, a nuestras vidas pasadas. Sí, esas vidas que vagan como fantasmas entre los castillos de nuestros recuerdos. 

De esta forma, regreso a aquella vida marcada por las oposiciones y sus correspondientes visitas durante mañanas, tardes y fines de semanas a la biblioteca. Y como es normal, ahora, nada es como antes. Debemos portar mascarilla en el patio cuando hacemos descansos, usamos gel hidroalcohólico cada vez que tocamos algo y contamos con mesas unipersonales que no podemos compartir ni con aquellos con los que solemos intimar. 

Antes, las cosas eran diferentes. Uno congeniaba con los compañeros de mesa, compartía experiencias con los más jóvenes de la sala, aprendía de los más mayores y, sobre todo, socializaba. Tal vez, y siempre pensando en aquellos a los que dedico este artículo, para las nuevas generaciones esto no tenga mucho sentido. Pero aquellos que somos hijos del s. XX, aún necesitamos mirar a los ojos, ver las muecas de las sonrísas y los gestos de aquellos con los que simplemente queremos charlar. Pero como diría algún que otro psicólogo: “¿Lo puedes cambiar?”. Me da a mi que no, así que nos toca aceptar, lo que viene y lo que vendrá. 



Así, quiero dedicarles este artículo a los ausentes. A aquellos que conocí durante el pasado año y que ahora no están. A veces pienso en ellos, los imagino como jóvenes soldados estadounidenses que no saben aún hacia donde van. Pero bueno, como me gusta decir, a todo norteamericano le llega su Vietnam. Les toca crecer, y es ahora, en la universidad, donde muchos lo harán. 

Cuando uno se hace mayor, pierde algo de pelo, gana un poco de barriga y, sobre todo, comienza a mirar con cierta envidia como a otros les toca disfrutar. Es en este momento cuando le encuentras sentido a aquellas palabras que solían decirte tus viejos profesores: “Aprovecha tus años universitarios, no volverás a vivir nada igual”. ¡La hostia! Nunca jamás pensé que un consejo me fuera a marcar tanto como lo hizo aquel. 

Tal vez peque de romántico, de ser una persona decimonónica, que cree que todo tiempo pasado fue mejor. Ya saben, esa sensación que el gran Woody Allen retrató en Medianoche en París. Pero suelo pasar horas, algún que otro domingo, echando la vista atrás. Me es imposible recordar un mal momento de aquella buena época, pero claro está, ¿qué sería de nosotros si nuestra mente no nos ayudara a olvidar? Por suerte, he desecho en mil pedazos mis malas experiencias. Y ahora, solo tengo buen material para sufrir. Y suelo hacerlo al rememorar a viejos amigos a los que no volveré a ver jamás. También viendo los vídeos y fotos de aquellas reuniones nocturnas donde nos embriagaba la sensación a libertad. Y algún que otro libro que me recuerda que allí se iba a estudiar. 

Y por lo que podido comprobar estos días, he pasado a ser quién debe aconsejar. No soy persona que se aplique las que recomendaciones que le dan, ni tampoco es que me guste aleccionar. Pero hay una tendencia involuntaria en nuestro ser que nos anima a enseñar. He tenido el placer de cruzarme con algún que otro antiguo fantasma de esta sala de estudios. Y he podido ver la ilusión en sus ojos. Una llama que ni una pandemia, ni una guerra, ni la mismísima muerte en persona podría apagar. Aunque bueno, estoy seguro de que algún que otro enredo amoroso podría atentar contra su integridad. Pero a lo que iba, centrémonos. Me hace feliz ver esas ansias por progresar, por cazar nuevas experiencias, marchar lejos del nido y comenzar a respirar. Suelo comparar a estos jóvenes con bebés que comienzan a andar. Se darán sus golpes, créanme porque se los darán. Tropezarán con mil obstáculos, perderán el equilibrio e incluso se dañarán. Pero lo importante es que tarde o temprano echarán a andar. Algunos correrán, pero ya la vida se encargará de ponerles el ritmo que deben llevar. 

Solo puedo deciros, como ya le dije a muchos otros, que no sean necios. ¡Sufran, amen, lloren, canten, estudien…! Hagan todo aquello que sus magníficas cabezas les pueda presentar. Pero siempre, siempre, con dos valores por bandera: la sensatez y la humildad. Sepan que el mundo universitario está repleto de mentiras, egoísmo y traiciones que difícilmente podrán olvidar. Por ello, demuestren que ustedes, esos pequeños seres que llegan por primera vez a la gran ciudad son lo suficientemente serenos para tomar las decisiones justas en cada momento. Y lo suficientemente humildes para no olvidar de donde vienen. 

Por cierto, vayan olvidando esa terrible idea de que gastarán los euros en comprar preservativos. Las fotocopias no se lo permitirán.


Comentarios