A Antonio Sevillano Márquez.
In memoriam
Aquella noche de verano de 1936 lo último que vio antes de fundirse con las sombras sin luna fue su silueta recortada sobre el postigo trasero de la casa. Las trincheras estaban demasiado cerca y aun así ella se negaba a dejarlo marchar sin despedirse. El embarazo había avanzado con normalidad a pesar de la canícula y las inclemencias de ese campo andaluz tan despiadado con sus jornaleros. Aquella imagen lo acompañaría todas y cada una de las noches en las que bajo el mismo cielo se debatía a solas entre la añoranza y esas ansias por sobrevivir para poder volver a su lado.
Unos días antes su destino se había sellado en unas manos cubiertas de sangre. Es el signo bajo el que nacen las guerras fratricidas. El calor se había vuelto asfixiante y en el ambiente se mezclaba un olor a miedo y a muerte que contrastaba con la risa despreocupada de los niños chapoteando en el lavadero. La barriga casi le impedía seguir arrancando blancura a aquellas sábanas de nardos siempre tan cargadas de sueños. Perlados de sudor, sus rizos enmarcaban aquella cara de niña que había tenido que crecer demasiado deprisa. El agua corría entre sus dedos arrastrando la espuma en una miríada de arroyos subterráneos huyendo del sol. El alma le pesaba de un modo inmisericorde con una desazón a la que era incapaz de ponerle nombre. Alguien canturreaba un poco más arriba en un intento fugaz de espantar el horror en una brizna de viento.
Estaba a punto de marcharse. De la nada se recortó una sombra sobre la suya abarcando su fragilidad de junco herido por la corriente. Lentamente el agua se fue llenando de amapolas crecientes. Se apresuró a retirar su ropa de nieve. Ya en el camino iría sembrando la tierra de gotas fragantes, germen de vida nueva. Cuando la última pieza descansaba en la canasta de caña, levantó la mirada. El sol era cegador. La oscuridad parecía sangrar entre los dedos. De pronto una voz conocida extendió el silencio sobre la mañana con una sentencia de muerte. Las amapolas seguían creciendo corriente abajo y supo, de un modo terrible, con una punzada en los huesos, con un desgarro en sus entrañas, que aquellas gotas eran nuncios de pólvora y que serían aquellas manos las que dejasen huérfanos a sus hijos y se llevarían sin clemencia un pedazo de su corazón. Maldita la familia que no se elige.
Se tragó las lágrimas antes de nacer. Se colocó la canasta sobre la redondez de aquellas caderas cargadas de vida. Una gota de sudor gélido le recorrió la escala cansada de su columna vertebral justo en el momento en que le dio la espalda y dirigió sus pasos hacia el refugio seguro de aquella casa donde tantas veces había dibujado un mañana muy distinto.
Los acontecimientos se apresuraron. Las noches sin luna amparan a los que huyen sin el peso de ningún crimen sobre su conciencia. Aquella escueta tríada marchaba al exilio sólo para poder sobrevivir. Su único delito había sido luchar por pan y tierra, por un jornal digno, por un futuro para sus hijos y los de todos aquellos desheredados de estos campos del sur tan olvidados por los dioses. Maldita la esperanza cuando la convierten en un pecado.
Entre los jirones de sombras vislumbraron algo que se movía lentamente entre los matorrales furtivos. Ensangrentado y con un hilo de vida había podido escapar de las tapias del cementerio. No se dejó ayudar a sabiendas de que sin su lastre ellos sí podrían salvar su piel. Ese fue el primero de los muchos horrores que tendría que ver en aquella guerra que no había hecho más que comenzar.
La luz de la mañana los encontró frente a una encrucijada de la que cada uno salió tomando un camino distinto. Quizás así alguno de ellos consiguiera sobrevivir. En ese punto todo se había vuelto una incógnita irresoluble salvo por el paso convulso y atroz del tiempo. Llegar a la frontera de Francia no fue fácil. En el viaje quedaron atrás amigos y camaradas, refugios seguros hasta que se volvieron feudo de las parcas, la “desbandá” y el mundo estallando sobre su cabeza, una detención y su fuga, la 60ª brigada mixta y el frente de Aragón, aquellos compañeros que vería caer y no volver a levantarse, la familia que se hace bajo el silbido de las balas, los nombres que se olvidan por el camino sin una cruz que los recuerde… y el destino.
Francia se había dibujado como el único modo de escapar a la muerte y, sin embargo, en ese momento exacto en que sus pies estuvieron a punto de cruzar esa línea imaginaria que lo llevaría a la salvación, aquella silueta recortada sobre un postigo abierto en una noche sin luna volvió a su retina. Volvieron los hijos que perdería para siempre. Volvió aquel amor por el que habría sido capaz de unir el cielo con la tierra sólo por hacerla feliz. Y esa sensación de seguridad se desvaneció para siempre. Qué importaba todo cuanto le prometía aquel exilio si con ello perdía el corazón en el intento. Y entonces lo supo. La vida no valía si su familia era la única moneda de cambio.
Volvió sobre sus huellas gastadas de polvo y sangre y despojos en las cunetas. Deshizo el camino. Reescribió las noches. Y leía. Cada vez que podía. En un carámbano de luna. Persiguiendo olvidar el horror de aquella guerra y no perderse en el intento.
Vino el campo de concentración y la incertidumbre con fauces oscuras como la madrugada en la que los disparos rompían la quietud sin almohada y la mañana se llenaba de vacíos en los barracones.
Las traiciones, los juicios, la cárcel… el tener que vivir con el estigma sempiterno del enemigo de la patria. Pero volvió. A su casa. Donde ella lo esperaba porque, a pesar de lo que el mundo le repetía cada mañana, sabía que él no había muerto. Volvió con los ojos llenos de horrores callados, con el alma siempre en vela, siempre al acecho de una variación en el silencio que salvaguarda las camas insomnes. Consciente, sin verbalizarlo, de que algo había cambiado en aquellos cuatro años y que nada en el mundo podría repararlo.
Y hoy, cuando han pasado un puñado de lustros desde aquel regreso, después de bucear libros y perderme en documentos mudos y rogar una esquirla de verdad que me ayude a reconstruir mi historia, creo que puedo decir que hay que ser muy valiente para marchar al exilio. Así. Con la espada de Damocles pendiente de nuestras cabezas en cada cruce de caminos. Con los bolsillos vacíos y sin un mendrugo que llevarse a la boca. Con las palabras rotas y esa maldita incertidumbre del no saber si el alba nos sobreviene con ausencias nuevas, si la tierra ha engullido un pedazo de nuestra carne, si las hogueras prendieron en las sombras los retazos de nuestra memoria.
Siento que me hierve esta sangre que un día quiso derramarse por estos campos inclementes y sé que no es por esta ola de calor sostenida. De fondo resuenan los tabloides en cada pantalla de ordenador, cada radio, cada televisión encendida en esta inmensa colmena que es la ciudad. Todos repiten durante días la misma noticia, reiterativamente, hasta la saciedad, hasta el hastío, hasta la náusea, con sus enigmáticas variaciones protocolarias, con sus filias y fobias, su servilismo denigrante o su desvaída defensa de la república. Y (casi) todos coinciden en la palabra “exilio”. Como un mantra. Unos como gesto honorable para un rey-víctima. Otros esgrimiéndolo como sinónimo de la rata que abandona el barco hasta tiempos mejores. Y yo me pregunto si hemos alcanzado aún a entender qué significa esa palabra en toda su amplitud.
Me pregunto qué similitud hay entre un caso y otro. Y siento que el que se marcha con sus bolsillos vacíos pero las cuentas llenas en algún paraíso de nombre exótico, con sus cortesanos de andar por casa portando su equipaje, el que deja atrás a la abnegada con corona para, cual chiquillo imberbe, seguir persiguiendo faldas voladizas con la brisa del verano, ese señor campechano con ínfulas de cieno, el venerado por una España servil que lo eleva a los altares de una democracia en plena decrepitud, es incapaz de reconocer el verdadero honor. Ése que no se hereda, el que no participa de mayorazgos ni apellidos, el que hay que ganar con el sudor propio y va por siempre cosido a tu nombre.
Se ha ido sin mirar atrás. Sin tan siquiera tocar el forro de una maleta. Dejando la carta en manos de un escribano de la corte (que siempre estuvo bien pagado). Sabedor de que cuando las aguas se calmen, las ratas siempre vuelven al barco. Cosas de corsarios. Y lo más triste de esta serpiente de verano, de esta cortina de humo, es que jamás comprenderá que no hay mayor honor que el de los desposeídos de esta tierra, el de los humildes, el de los desamparados, porque es lo único que no podrá arrebatarles nadie. Jamás.
Hoy, que los únicos bombardeos que rompen la tarde son los del fuego cruzado de distintos tertulianos entrando por el balcón desde cualquier piso vecino, pienso que es muy fácil tergiversar la verdad, falsear halos de santidad y desvirtuar el valor de las palabras. Que hay quien puede salir impune y que las crónicas no siempre hacen honor a la historia
Y, para que no se quede demasiado en el tintero, sonrío al pensar en la bendita paradoja de que en este país cainita y servil, a vuelta de todas, quien más favor hace a la república es la propia monarquía.
Granada, 06 de agosto de 2020.
María Luisa Castro Sevillano.
Un artículo lleno de poesía y melancolía.
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