A veces, cuestiono la decisión que tomé hace unos siete años atrás. Y es por ella, que hoy me encuentro ante un ordenador escribiendo de forma pausada estos versos, mientras vuelvo a fumar un cigarro más y bebo otro café.
Que con apenas dieciséis o diecisiete años nos obliguen a decidir el sentido de nuestro futuro es, cuanto menos, controvertido. Siendo unos adolescentes, que piensan más en sus idas y venidas nocturnas que en un mundo laboral incierto, asumimos la temprana decisión de guiar nuestras vidas por una senda que difícilmente podremos cambiar. Así, con las decisiones que mi yo pasado tomó, hoy me encuentro siendo Historiador, aunque no les engaño si me considero más profesor. Y como proclamó Newton, toda acción cuenta con una reacción. Y hoy, por desdichas de la vida, esta reacción se basa en un presente incierto en un país ahogado por una inútil “titulitis” que únicamente sirvió para distraer a toda una generación. Pero dejando a un lado la precariedad laboral de España, hoy quiero hablarles de otro tema.
Reflexionaba así, que si elegí ser historiador no era más que por mi obsesión entorno a tiempo. Ya saben, si el mañana me preocupa hasta la enfermedad, como no lo va a hacer el ayer. Por ende, no puedo negarles que mi fascinación por el tiempo traspasa las fronteras de la cordura. ¿Qué nos llevó a crearlo? ¿Existe de forma natural? ¿Es cíclico? ¿O tal vez lineal? ¿Es objeto de moralización? Tantas preguntas sin respuestas, o mejor dicho, tantas preguntas con tantas respuestas inciertas. Si la ciencia brilla por algo, es por ser capaz destruir la verdad a la que nos aferrábamos con la fuerza de las olas en una tempestad. Y a día de hoy, ni la ciencia ni alguno de sus dioses me pueden consolar.
El tiempo, que no es más que vida, como decía Calderón de la Barca, es sueño. “Una ilusión, una sombra, una ficción”, que entre las agujas del reloj nos enreda hasta dibujar la soga con la que sentenciarnos. ¿Y qué es la muerte? Sino este reloj, que lentamente, con el tic tac de sus zapatos, avanza hasta nosotros para llevarnos.
Así, con el paso del tiempo, solo existe una compañera que nos conduce en este camino lleno de piedras que no podemos esquivar, la soledad. Nacemos rodeados, perdemos gente conforme avanzamos y finalmente solo queda ella. Surge así un amor entorno a esta, que nos conduce a un delirio enfermizo que quiebra los pilares de nuestra propia existencia.
Por ello, el “yo” deja de tener sentido en un mundo moderno en el que nuestras pasiones son agravadas con la continua exposición del “ellos” a través de cualquier perfil en la red. De esta forma, lo social es entendido como un escaparate en rebajas continuas. Con las prendas más bellas, los mejores precios y los sotcks inagotables. Parece por tanto fácil dar el paso, entrar, consumir y volver a mostrar. Como si todo consistiera en ser maniquíes andantes que disfrutan mostrándose a los demás. Es así, queridos lectores, como hoy entendemos la compañía. Pero déjenme decirles que esto no es más que una falsa sensación, que a algunos ayuda, pero a otros nos lleva aceptar el dolor de la vida por las incongruencias de la voluntad.
Solo sé que ni si quiera el amor más puro, el de la soledad, es real. Porque cuando el tiempo, que es vida, pero también muerte, viene por ti, esta también te abandonará.
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