Vuelve el fútbol. Los aficionados a este deporte de masas sentimos ya el nerviosismo revoloteando en el estómago, mientras que en una permanente lucha de contrarios, sus detractores continúan repitiendo los mismos tópicos de siempre: “El fútbol es el nuevo opio del pueblo” o “¿Cómo te puede gustar ver un partido de fútbol con los millones que cobran los futbolistas?” Y, precisamente, a todos estos mensajes contra el deporte rey quisiera contestar basándome humildemente en mi propia experiencia.
Comencé a aficionarme al fútbol en la temporada 2005-2006, con apenas diez años. La recuerdo como si no hubiese pasado el tiempo: el declive de los galácticos y mi admiración -siendo más merengue que el césped del Bernabéu- por la magia de Ronaldinho, quizás el jugador más espectacular que nunca he visto.
En esta época en la que Internet aún era un lujo, seguía los partidos a través de una radio que mi madre me regaló. Con los auriculares puestos, los domingos de aquel chico tímido comenzaron a cobrar sentido. Fuera donde fuese, en ese día de la semana que nos sabe a otoño, me acompañaba mi radio y, con ella, las emociones que rodean al fútbol en el sentir de un inocente. Cada partido me lo imaginaba tras las ondas, viendo a través del oído las bicicletas de Robinho, hasta desconectar al completo del mundo sensible cuando el comentarista decía eso de “¿Quién ganará? Minuto 88 y el partido va aún empate”.
Desde la adolescencia, cogí la rutina de ver el fútbol en los bares de mi pueblo, San José del Valle, y en la Venta de Jédula cuando iba a visitar a mi familia materna. Tendré grabada eternamente la imagen del brillo en los ojos de mi padre -mi mentor futbolero- cuando marcaba un gol importante el Real Madrid. En los bares, gracias al fútbol, comencé a entender la importancia de tener una identidad colectiva que nos ayude a llevar esta vida con la mayor entereza posible. Lo reconozco, soy de los que cuento mis años por temporadas y asocio desamores con eventos futbolísticos de transcendencia.
El fútbol me ha dado valores vitales -los que aún perduran, pese al negocio negro que lo rodea-. Gracias a él he hecho público sobresaltos y gritos de euforia que en la rutina diaria tengo que ocultar para no ser tachado de loco. Que la vida son noventa minutos sin prórroga, en los que nos da tiempo de cambiar de táctica tantas veces como queramos y que para no caer en el olvido, tenemos que pelear hasta el final contra las imposiciones del tiempo. El verbo rendirse nunca se debe conjugar ni en el fútbol ni en nuestras vidas. Con tantos quehaceres apuntados en agendas, en esta sociedad completamente mecanizada, es bueno dejar hablar también a nuestros sentimientos, aunque solo sea por unas horas.
Pueden tener razón los moralistas que se niegan a evadirse de la realidad -como si sus idiosincrasias puritanas no fueran también productos de la manipulación mediática- cintando sus miles de tópicos. Si el fútbol es un opio, quiero consumirlo hasta el fin de mis días. Hoy vuelve el fútbol y ya veo de forma diferente mi mundo.
Por cierto, en el derbi sevillano, voy con el Betis, manque pierda.
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