Amaneció caliginoso junio. La ropa se convertía lentamente en una segunda piel húmeda y fría, lento sudario en una mañana de primavera. Goteaba el rocío entre los dedos mientras apartábamos los macetones dormidos sobre sus pies de forja. Los cántaros repetían el eco sordo del amanecer sobre las alas de las golondrinas. La pintura borraba lentamente de la pared los pequeños arroyos que habíamos descubierto la tarde antes. El silencio apenas roto por las pinceladas sin cal que se deslizaban de una a otra pared de esa azotea que durante tantos días ha sido mi único punto de fuga hacia el cielo. Los pensamientos se escapaban a hurtadillas sobrevolando los tejados oscurecidos bajo ese sol negro que se esconde tras la niebla. Los sentimientos encontrados de los últimos tiempos.
Es curioso. La experiencia te enseña que no hay nada sin mácula en este mundo, por mucho que las miradas quieran mostrarte su porción de espejo en calma. Al final, la vida es como esas paredes que blanqueamos bajo una mañana nebulosa con querencia de invierno. Incluso cuando la perfección quiere rompernos el esquema del tiempo, siempre hay una grieta por donde penetra el agua y bajo la superficie inmutable de las cosas cientos de arroyos socaban la piedra y crean microcosmos de algas verdes en las paredes con su pequeña fauna en las sombras, viviendo en una corriente que nadie percibe tras esa blancura impoluta de luna llena.
El agua… las ideas, la (des)información en los medios donde hemos aprendido a vivir este tiempo en pausa, la putrefacción que se extiende invisible por esta sociedad en clave de tuits escritos con más bilis que piel, de esos memes virales que se extienden por todos los rincones sólo porque alguien que un día creíste conocer los comparte y te llegan y sientes la necesidad imperiosa de ser parte de algo que nunca serás tú. Y, sin saber, te van haciendo mella, silentes, como el viento o el agua que pacientes reducen montañas a pequeñas piedras que lanzarnos con puntería certera cuando la razón se nos escapa. Y te vuelves insensible al dolor ajeno por aquello de que “siempre que no te toque de cerca…”. Sin embargo, siempre que no te roce significa que un puñado de inhumanos creen que se pueden tejer risas con jirones de desgracia con la misma facilidad que otros erigen su atril de campaña electoral sobre una autopista llena de ataúdes. Al final, de un modo u otro, alimentamos el monstruo que extiende sus tentáculos en silencio, en clave de tiempos viejos y olor a pólvora y sangre y muertos en las cunetas. Y pensamos que todo sigue bien porque es lo que viene con los tiempos.
Tiempos aciagos llamando a la puerta.
Otras pinceladas se acercan apresuradas comiendo terreno a escasos dos palmos. Puedo sentir cómo sus gotas minúsculas ciñen mis sienes con coágulos de sal olvidando el rojo impostado de mi melena. Por un instante vuelvo de esa Estigia verdinosa por el mapamundi inervado que voy borrando de mi pared. Los labios rescatan una bocanada de océano después del naufragio. En este pedacito inmutable en el universo, atado el corazón a medio camino entre el Leteo y el cielo, suspiro a torpes bocanadas de pez fuera del agua. Y por el lapso del revés de otra sonrisa siento que el mundo sigue estando en calma. Aquí. Donde nadie más pueda encontrarnos.
Seguimos apurando la mañana que amenaza lluvia. Hubiera sido poético que las inclementes lágrimas de un dios cualquiera devolviesen a la superficie ese mundo acuático escondido bajo capas de pintura y primaveras.
Siempre me ha serenado este sonido acompasado de las pinceladas blancas y los pensamientos fugaces.
Pronto cambiará el viento y todas las veletas girarán hacia el levante con rumor de adioses viejos. Volver a la realidad es inexorable. Lo que hagamos con ella ya es otra historia. Por una vez, hagamos que el final sea distinto.
Bornos, 18 de junio de 2020.
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