Por un amor confederal, por Luis de Manuela

¿Quién no se ha criado escuchando cuentos donde siempre había un príncipe y una princesa predestinados a amarse por los siglos de los siglos? ¿Qué persona no se ha basado, alguna vez en la vida, en los clichés falsos del amor romántico para desear una relación regida bajo esos patrones? ¿Quién, en definitiva, no ha sido contaminado, en cierta ocasión, por la perversa idea de ‘la media naranja’?

El relato amoroso que nos hemos ido transmitiendo de generación en generación es un constructo filosófico de muy poca entidad en cuanto a la Razón se refiere. Desde la más tierna infancia, un ser humano en formación y que debe recibir el estímulo del crecimiento en libertad y con altas dosis de autoestima, percibe que le falta ‘algo’, porque desde diferentes instancias, por activa o por pasiva, por acción o por omisión, le inducen a verse inútil si no se empareja. La búsqueda del amor dependiente se transforma en el leitmotiv de muchas personas cuando cumplen cierta edad.

¿Qué se esconde tras el opaco velo del hipócrita sentimentalismo inmanente pequeñoburgués? El amor dependiente, bendecido por las grandes religiones organizadas y por el poder capitalista, ha sido siempre funcional al sistema, toda vez que reproduce a escala doméstica toda la superestructura de sus valores, incentivando el egoísmo individualista. Con esto se provoca una fijación preferente (y hasta exclusiva) de ambos ‘enamorados’ por la propia relación, en detrimento de cuestiones sociales. El ‘nidito’ cierra puertas y ventanas, y esa trituradora endogámica da la espalda a la calle. De esta forma, queda desactivado el peligro que supone un grupo de gente concienciada hablando en el ágora de sus problemas y de cómo solucionarlos. Moraleja: cada palo que aguante su vela.

El relato del amor romántico, mito de probada esterilidad, participa, en buena medida, del bestialismo imperialista: a base de conquistas, destruye identidades. Lo peor de este asunto es la servidumbre voluntaria a que se someten las personas adultas deformadas por esta pobre visión de la vida, donde lo único trascendente es conseguir la más que dudosa ‘gloria’ de la codependencia. Frases como “sin ti no soy nada” o “mi vida sin ti no tiene sentido”, ejemplifican la subyugación.

Los regímenes del 39 y del 78 (padre e hijo, respectivamente) han primado la rancia ‘virtud’ de los matrimonios indisolubles, cuya única ‘gracia’ es que persistan en el tiempo, más allá de cómo se vivan día a día. En multitud de ocasiones, la institución matrimonial derivada del amor romántico ha puesto grilletes irrompibles en las conciencias de los cónyuges, quienes no han podido liberarse de la opresión que ha supuesto aguantar a toda costa el imperio de la brutalidad. Pero claro, insisto: somos hijos e hijas de un relato. Posicionarse en contra del mismo puede crear serios inconvenientes, tales como la desaprobación social, a la que tantos temen. Sin embargo, merece la pena oponerse al ‘cuento’ y plantear alternativas. Otro mundo es posible; también en este campo.

La teoría de la ‘media naranja’ nos dice que una persona sin otra al lado está incompleta y que para realizar su ideal de vida debe anexionarse a alguien. Este caso refleja un denigrante ‘imperialismo amoroso’. Pero cuando la parte conquistada renuncia a su estatus de esclavitud y se rebela, el ‘dueño’ reacciona con furia y violencia (la prepotente ‘metrópolis’ no conoce otro lenguaje) y con el argumento asesino de “la maté porque era mía”, prefiere acabar con su ‘imperio’ antes que sufrir la afrenta de la rebelión ‘colonial’.

La fuerza de la costumbre, impuesta por quienes mandan en cada momento (y no nos egañemos, son siempre los mismos), sancionan las formas legítimas de unión bipersonal, representadas, en cualquier caso, en ese monstruoso símbolo de los anillos entrelazados que, cual eslabones de una cadena, constriñen las libertades de cada ‘enlazado’, dejando en suspenso la soberanía que cada persona debe tener de manera irrenunciable. Para los ideólogos del amor romántico, no es procedente siquiera mencionar algo tan de raíz en todo librepensador que se precie: el derecho de autodeterminación, la ética revolucionaria basada en el ‘pienso y decido por mi cuenta’. Curiosamente, este principio garantiza la unión libre, democrática, saludable e igualitaria mientras dure. Sin las coacciones morales de un “hasta que la muerte nos separe” o burocráticas de un “con arreglo a la legalidad vigente”, el amor romántico perece, ya que el fin último de esta doctrina es aherrojarse de por vida a una persona a causa de una idealización extrema -es decir, de una sublimación- de lo que supone ‘estar en pareja’. Se le teme a la soledad, tal vez porque no se ha razonado bastante sobre el concepto difundido por Miguel de Unamuno de ‘soledad iluminadora’. El no estar con alguien es una opción, aparte de legítima, recomendable en determinadas etapas de la vida.

En el nombre del amor romántico se cometen muchos disparates: despersonalización, súbitos cambalaches ideológicos, presiones, chantajes emocionales, intromisiones de las familias, etc. No me parece un modelo idóneo para que dos personas convivan y se amen de corazón. Parece como si a cada una de las partes no le importara perder su soberanía con tal de restringir la otra. Igualación a lo bajo. Dictadura. Sadomasoquismo elevado a la enésima potencia.

Concluiré diciendo que el amor saludable es aquél que se basa en la plena soberanía individual de cada miembro. Dos seres humanos iguales, libres e independientes que, sin renunciar en ningún caso a sus facultades soberanas, acuerdan establecer un pacto sine die para crear una confederación, de la que pondrán salirse tan pronto lo estimen oportuno, en virtud de importantes desavenencias. Durar porque sí es una superstición arcaica; la buena relación apuesta por la intensidad. Lo demás son rémoras de viejos sapos con ínfulas de transfigurarse en príncipes mediante un beso. Cuentos que hay que mantener en la sección de ‘infantil’, pero lejos del alcance de los niños.

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