Reclamar la condición vernácula no es algo negativo, al contrario; prueba el amor a las raíces y a la cultura del pueblo en que se ha nacido y/o crecido. Lo malo es cuando los árboles nos impiden ver el bosque y el sano orgullo de pertenencia a una tierra se torna incompatible con los Derechos Humanos. Al fin y a la postre, haber nacido aquí o en las antípodas no tiene ninguna importancia: es puro azar biológico. Una persona puede nacer en un lugar apartado y, por los avatares de la vida, terminar recalando en nuestro pueblo. Esta persona será también de nuestro pueblo. Las identidades bondadosas e incluyentes, suman. Hoy somos de la tierra A, mañana podemos ser de la B. Total, que en ese caso seríamos de A-B… y encantados de la vida. Todos los puntos de la geografía planetaria son buenos para vivir; lo malo son las políticas estratégicas de expolio que implementan los poderes fácticos contra los pueblos y las culturas.
Hoy en día, qué lamentable, es algo muy común que la gente se defina por oposición a otros, enarbolando banderas de esclavitud y tiranía. Así las cosas, sin darse cuenta de ello, los pobres del mundo, los trabajadores, los parados, hacen piña con sus capataces bajo el mismo símbolo patriotero, postulándose en contra de las libertades y el derecho para todas las personas del globo. Desde los laboratorios de ideas (los think tanks), se plantean combatir todos los -ismos de las luchas por la emancipación: el soberanismo, el feminismo, el republicanismo, el socialismo, el ecologismo, el laicismo, el internacionalismo, etc. Ser patriota, bajo parámetros españolistas (o bajo parámetros UE y USA) es ir contra todo lo anterior. Y como siempre hay quien a ras de suelo comulga con ruedas de molino y se traga ese veneno, pues “no hay alternativa”, como diría Margaret Thatcher.
El vergonzoso patrioterismo del “a por ellos”, cuando muchos andaluces (¡me da vergüenza esa Andalucía, que no es la “patria viva en nuestras coinciencias”, como diría Blas Infante!) jaleaban a la Guardia Civil, que en 2017 fue destinada a la represión del soberanismo catalán; la actitud de pasotismo, cuando no de fustigamiento verbal, con que muchos desalmados ‘obsequian’ a los inmigrantes cuando cruzan el Estrecho, que sufren, para más inri, las devoluciones en caliente; la crítica dura contra los que luchan por los trabajadores desde las trincheras del sindicalismo combativo; o la oposición a los que pelean por la igualdad de todas las orientaciones sexuales, evidencian que la aporofobia, el racismo, la xenofobia, la LGTBIfobia y el odio al librepensamiento se encuentran en los pliegues de la rojigualda y de todas las banderas de los excluyentes Estados. ¡Maldita farfolla patriotera! Los mismos que se fueron a Alemania como El Salustiano de Carlos Cano, que las pasaron canutas en aquellos trenes de tercera, con una maleta de cartón amarrada con una guita, con jornadas de sol a sol, son ahora delirantes lumpemproletarios neofascistas, hijos ideológicos de la demencia, que aplauden la mano de hierro de los aparatos coercitivos y las criminales concertinas, entre otras barbaridades.
Desde la época contemporánea hasta nuestros días, los Estados-nación han parcelado el mundo en compartimentos estancos, rechazando con violencia a todas aquellas personas que quieren ganarse con honradez su pan. Se olvida que si las personas buscan el sustento lejos de su tierra es porque sus países de origen, precisamente, sufrieron el saqueo de las potencias imperialistas que se reparten el mundo desde la Revolución Industrial. Y ahora, en un cínico ejercicio de hipocresía y desmemoria, adjetivamos con todos los epítetos insultantes a unos seres humanos que se juegan la vida buscando sobrevivir. Lo mismo que hizo “este país de todos los demonios” (parafraseando a Jaime Gil de Biedma); lo mismo que la Humanidad viene haciendo desde la noche de los tiempos. Porque la Historia se resume en una línea: hombres y mujeres en una eterna diáspora buscando una vida feliz. Pero el sistema-mundo capitalista ordena que unos sufran el drama incesante de la miseria y otros lleven un tren de vida opulento y derrochador. Es la dialéctica de la injusticia.
Mientras Occidente hace oídos sordos ante el clamor revolucionario que se avecina, el número de excluidos no para de crecer. El sistema no resuelve sus contradicciones, las agradanda, porque su objetivo es potenciar la especulación, el pelotazo cortoplacista, el despilfarro y el ‘sálvese quien pueda’. Y todo ello en un planeta cuyos recursos se agotan por la voracidad insaciable del Primer Mundo. Sin embargo, los recursos bien repartidos servirían perfectamente para abastecer en buenas condiciones a los 7.700 millones de terrícolas. Entonces, ¿quién se está quedando con más de lo que necesita? ¿En qué alacena se ocultan las calorías contra la desnutrición popular?
Por su parte, los fariseos del establishment echan pestes por sus bocas corrompidas diciendo ‘lindezas’ contra las “invasiones” (dixit) venidas de otros continentes; o pondrán a parir a los que tienen el coraje de practicar un derecho reconocido como no punible en el propio Código Penal: el hurto famélico. Claro, ellos qué saben del hambre. Desde sus tribunas de opinión jalean las ‘bendiciones’ del statu-quo mediante una panoplia argumental donde se fusionan las más terribles incitaciones: militarismo, odio racial y de clase, invitando a los pueblos a ser borregos -“la mayoría silenciosa”, como dijo Rajoy- y a defender la ‘sacrosanta e indisoluble unidad nacional’.
La riqueza de la Humanidad es su diversidad, sus muchísimas lenguas, culturas e idiosincrasias y, por supuesto, lo más importante de todo: la mezcolanza, la fusión, un ‘tú’ y un ‘yo’ transformado en un ‘nosotros’. Lo que hoy es ‘así’, mañana es ‘asao’… y tan felices y contentos. Las formas de expresión cultural cambian; la Humanidad es lo único por lo que vale la pena luchar.
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