La tormenta, por Miguel Ángel Ortega

Nuestro refranero popular, que tan culto y amplio es, cuenta con una expresión que tal vez hayan usado en más de una ocasión. Así, el mismo nos dice que Tras la tormenta viene la calma.

Recientemente, se habla en los medios de comunicación sobre la vuelta a la normalidad, tras esta horrible pandemia que ha azotado sin perdón a nuestro querido mundo. De esta forma, muchos de nosotros hemos ido contando las semanas, días y horas para escapar de este embrujo que nos ha atrapado en una espiral de malas noticias. Y así, reflexionaba durante la pasada mañana, mientras tomaba un café y echaba de menos un cigarrillo. Ya apenas me ilusionaba saber si quiera si lograremos volver atrás, como si tuviéramos una de esas máquinas que aparecen en las películas de ciencia ficción, o si avanzaríamos hacia un lugar que aún no podemos ni imaginar. Con el paso del tiempo, mis esperanzas, fuerzas y pasión se fueron apagando lentamente, como si la brisa de una noche de otoño apagara las velas que alumbran una humilde morada. 

Uno echa la vista atrás y asiste horrorizado, aunque con cierto olvido, a todo lo que hemos sufrido durante estos dos meses que han dejado, sin duda alguna, una gran mella en nuestra sociedad. Pero aún así, parece que todo vuelve a su lugar de origen, cada mochuelo a su olivo dice de nuevo nuestra sabiduría popular. Paulatinamente regresamos a nuestros trabajos, compramos en nuestras tiendas, salimos sin horarios y como si nada hubiera ocurrido, todo parece haberse desdibujado. 

Por ello, queridos lectores, hoy vengo a hablaros de aquellos que durante esta grave crisis hemos sido marginados, “los locos”, como a muchos les gustan llamarnos. En un intento de autoconocimiento busco entre las madejas de lana de mi cabeza la razón por la cual el trastorno de la ansiedad generalizada marcaría mi vida. Y créanme, llevo años luchando por descifrar este jeroglífico para el que aún no he encontrado mi piedra rosetta. Sufriendo un trastorno hipocondriaco grave, mi experiencia tras una pandemia mundial, como pueden imaginarse, no ha sido agradable. En mi ya habitual rutina compulsiva y obsesiva por los gérmenes, la suciedad y el miedo a la muerte, he visto y comprobado cómo este estrés ha creado un vacío emocional, sanitario e incluso social en mi interior.
 
¿Conocen el mar? Los marineros suelen presagiar cuando una tormenta se acerca. Por ello, toman medidas, algunos amarran las cuerdas en los cabos del barco, otros rezan a la Virgen del Carmen, pero ambos actúan para luego limitarse a esperar. Aguantan así, mirando a través del ojo de buey de sus navíos, cómo todo pasa. Pero en esta tormenta llamada COVID – 19, a nosotros, los marineros que navegábamos por aguas inestables nos han abandonado, sin darnos si quiera un trozo de madera al que aferrarnos.  

¿Qué hubiera sido de nosotros – los parias – si no hubiéramos contado con el apoyo de unos cuantos profesionales que de forma altruista nos han ayudado? 

Hemos aprendido varias lecciones gracias a un virus que nos ha recordado que la naturaleza sigue siendo superior al humano. Ahora todos hablan sobre el salvaje capitalismo, del que muchos antes ya os alertábamos, sobre las consecuencias medioambientales de nuestra vida sin frenos o sobre lo necesario que es un buen sistema público sanitario. Pero ¿cuándo? ¿Cuándo pensaréis en aquellos que sufrimos en silencio? Que nos encontramos sentenciados por enfermedades mentales que no distinguen entre tiempos buenos y tiempos malos. 

Tomen nota, porque este virus ha llegado y aún no se ha marchado. Piensen en todos aquellos que llorábamos encerrados en nuestros cuartos, que bebíamos a deshoras durante las madrugadas para engañar al miedo o que escribíamos entre folios para sentirnos resguardados. Escuchen la voz de este simple “loco” que aún sigue en pie, a pesar de las embestidas del mar, pero que ni si quiera sabe cómo ha aguantado. 

Comentarios