El cante jondo: ese gran desconocido, por Luis de Manuela

Despejar todas las incógnitas del flamenco es una tarea ardua, quimérica. Hay demasiado que investigar aún (ese es un gran acicate, sin duda) sobre muchas cuestiones que están pendientes de una mejor explicación. Hasta la fecha se han realizado estudios espléndidos, publicados en libros de diferente grosor por flamencólogos de prestigio, que han arrojado un poco de luz sobre tanta oscuridad. Otros individuos, autonombrados como ‘especialistas’, en cambio, han liado todavía más la madeja. Pero, ¿por qué el pueblo que parió esa bellísima y trágica ‘criatura’ que es el flamenco desconoce tanto sobre él y asegura que todo lo relativo al universo jondo es un misterio?

Respondiendo a la pregunta que cierra el primer párrafo, creo que de cante jondo no se sabe lo suficiente por tres razones: una, la principal, ha sido causada por el vapuleo inmisericorde al que le sometió el franquismo. Durante la dictadura, el flamenco se asoció a los gritos de dolor del proletariado rural, y no convenía que el lamento de los jornaleros andaluces, hecho cante flamenco, propagase la verdad de un país andaluz deprimido por sus seculares tiranos. La segunda razón tiene que ver con la postura engreída del mairenismo (teoría al alimón de Antonio Mairena y Ricardo Molina), pontificada como la ‘biblia’ flamenca a través de su tristemente célebre ‘Mundo y formas del cante flamenco’, donde se exponen unos argumentos tan parciales que no merecen consideración actualmente por ningún investigador serio. Ellos marearon la perdiz e hicieron una labor lampedusiana: cambiaron todo para que todo siguiera igual. Resultado: el exotismo seguía siendo compañero de fatigas del cante. Después de tanto remover Santiago con Roma, el pontanés Ricardo y el mairenero Antonio seguían dejando perpleja y sin argumentos convincentes a una afición ávida de obtener unas respuestas más verosímiles y menos enfáticas. Y la tercera, el penoso papel difusor de las discogŕaficas, que haciendo un uso abusivo y fraudulento del término ‘flamenco’, inundan el mercado con productos que tienen escaso parecido con el cante jondo. Son los ‘flamenkitos apaleos’, parafraseando a Juan Carlos Aragón.

Sea como fuere, es triste comprobar que en nuestra Andalucía -nación sin Estado, patria sin soberanía- hay mucha gente que habla por boca de ganso acerca de la manifestación cultural más importante parida en nuestro suelo, fruto de la mezcolanza cultural e histórica de nuestra tierra. Pero es hasta cierto punto normal que esto ocurra. Trataré de explicar el porqué.

A este lado de Despeñaperros, se repiten los mismos tópicos antiflamencos llenos de desprecio que se desparramaron por toda Iberia desde la Generación del 98 hasta la actualidad. Hoy ha mejorado algo la percepción de la Península con respecto al flamenco, pero no hace mucho, sólo unas décadas atrás, declararse aficionado al cante jondo (y por extensión a la guitarra y al baile) era percibido por los ‘venerables señores de la Meseta’ como sinónimo de juerguista, borracho o pendenciero. No tiene nada de raro, ya que España siempre vació a Andalucía de su identidad para dotarse de una que la identificara ante el mundo. De puertas para adentro, se expandía la vergüenza a la hora de hablar de flamenco, generando un complejo de inferioridad grande en sus aficionados, quienes asumían que eso que les apasionaba tanto y que habían legado de sus ancestros andalusíes era una cosa de poca entidad y que, en todo caso, estaba bien para tomarse el ‘vasito’ en la taberna, pero no para exponerlo con orgullo delante de gente ‘seria’. De puertas para afuera, se cometió un delito de lesa cultura: al flamenco se le añadió lo que le era ajeno, se le quitó lo que le era propio y, tras esta operación ‘quirúrgica’ elaborada por la mercadotecnia españolista… tatachán: con todos ustedes, ladies and gentlemen: ¡el ‘typical spanish y olé’! Ahora sí, hecho ya producto irreconocible e inofensivo, es hora de dárselo a mansalva a los turistas con parné y, de paso, los andaluces, huérfanos del asidero cultural más autóctono, pierden el hilo de su identidad.

El flamenco habla de los trabajos más duros en el campo, en la mina o en la mar, con un lenguaje directo, resumiendo en sus letras y en su dramática forma expresiva las terribles vicisitudes que pasaron quienes en otro tiempo luminoso (Al Ándalus en la memoria y en el corazón) fueron  un foco de cultura mundial y desde la mal llamada ‘Reconquista’, simples parias sometidos a los latifundistas que les robaron sus tierras. El cante jondo es la ética y la estética, el himno de unos trabajadores expropiados que, recluidos en las gañanías, se afanaban en las labores agrícolas de sol a sol por un plato de garbanzos y un gazpacho en el lebrillo común, sintiendo en el cogote el relincho del caballo del señorito de la burguesía o de la aristocracia que los vigilaba como si fueran peligrosos reos del nuevo Estado castellano. Luego, ya sabemos: misa dominical obligatoria, destocamiento de gorra o sombrero delante de los ‘superiores’… y “a sus órdenes, Don Fulano”.

Ocurre que el flamenco, como es un acto sin igual de resiliencia, para transmitir lo vivido tuvo que encriptar sus mensajes en algunas letras de apariencia inocua, si bien ya las investigaciones más recientes están avalando a la luz pública ese origen híbrido, morisco y sefardí, del cante flamenco, que es el nombre del drama de los campesinos errantes (felah-menkub) obligados por la fuerza de las armas a dejar sus feraces tierras. El nombre de los palos, los ritmos y las melodías y el relato de sus poemas nos revelan una verdad oculta y silenciada; nos indican, asimismo, que el andaluz añora un paraíso perdido arrebatado por la cruel dominación. De ahí que muchos cantes, la mayoría, tengan un quejío doliente, un ‘ay’ que atraviesa el alma. Basta con escuchar con atención cualquier pieza maravillosa de la música andalusí o sefardí para darnos cuenta dónde está el origen de esta música llamada ‘flamenco’ y que, a pesar de todo, sigue viva “tras siglos de guerra”. Como resultado de los siglos asimilistas, Castilla ‘divide et impera’. Andalucía no habita su cultura, de ahí que haya sido tan fácil en los últimos años ponerle un yugo en el cuello, sin que la dignidad liberadora despunte por ningún lado. Aunque, en honor a la verdad, algunos cantaores se rebelaron contra el pisoteo centralista a los Derechos Humanos.

En resumen, sentir y amar el flamenco requiere de un acto previo: la voluntad de conocerlo en sus formas y esencias, escuchando con nuevos oídos la soleá, la seguiriya, la malagueña, la taranta o el martinete. Dejémonos de chascarrillos ‘malages’ que tienen muy poquita gracia y que se repiten machaconamente por la ‘caja tonta’ (Visigodos TV). Hay fidedignos trabajos de sociología, antropología y lingüística que se han tomado la molestia de investigar con amor y (con)ciencia el flamenco. Pero para que un trabajo divulgativo dé buenos frutos, es preciso renegar de las prisas que nos agobian y que nos someten a un ritmo de vida alocado. Resulta contraproducente el estudio del universo flamenco sin la tranquilidad y la paciencia necesarias. Aprendamos de flamenco con calma. Para “volver a ser lo que fuimos”, hay que recuperar el conocimiento y la verdad de una cultura tan autóctona, enterrada por la ignorancia y el despotismo. Con la luz de la razón y el sentimiento en carne viva, Andalucía, que es pensar y sentir, como dijera Blas Infante, volverá a hacer del flamenco su bandera y lo pondrá en sus lugares correspondientes: en el frontispicio de la memoria histórica y en el corazón del pueblo.

Comentarios

  1. Estupendo artículo, Luis, cargado de razón y sabiduría...

    ResponderEliminar
  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  3. Muy buen artículo Luis. Se nota bastante tu amplio conocimiento del tema.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Sea respetuoso/a a la hora de escribir su comentario. Muchas gracias.